Mi prima Bea me llama para tomar un café. Para hablar. Para vernos. Para respirar este extraño calor de mayo frente al mar mientras ponemos en común la vida y las ilusiones. “No nos trata bien el amor, eh”, me suelta nada más apoyar los codos en la mesa. Es ese tipo de frases que te deja entre la lágrima y la risa. Y, optas por lo último, claro. La carcajada. Porque la ironía siempre te salva de los pequeños dramas cotidianos.
“Vaya colección de fracasos llevamos, eh, primo”, añade. La hilaridad se transforma en mohín. Un tic que surge inesperado y empieza a parecer que te pica el hocico. Florece el aspaviento, pero lo ahogas. Solo puedo responder asintiendo y eso es lo que hago: asentir mientras enarco las cejas y bebo café. O zumo de manzana, que es la sidra de los mediodías.
Los fracasos unen mucho. Más incluso que las victorias. Porque los ganadores se dan palmadas en la espalda sin mirarse a los ojos, enarbolando las banderas de sus éxitos particulares, sacando pecho y marcando medalla. La mecha del triunfo es llamativa y arde a fogonazos. Pero la victoria no es solidaria, es privativa y muy propia. En cambio, la candela de los fiascos es fraternal, más discreta, más prudente y más compartida. Prorrateada incluso. Una se parece mucho a la inauguración de unos Juegos Olímpicos, la otra es más similar a la velas que le encendemos a los santos. Pequeñas, vibrantes de amor y de ilusiones.
Y convengamos en que no hay nada más aburrido que una cena de parejas. Un verdadero tostón con surtido de retahílas varias: dónde se van de vacaciones, qué piensan ampliar al tirar el tabique, cómo es el chalet que han visto en idealista y cómo llamarán a su perro. Las veladas que incluyen algún soltero descarriado e ilusionado tienen más miga. Dónde va a parar. Todas las canciones hablan de (des)amor.
Bea y yo suspiramos en voz alta y compartimos confidencias. Dejamos el café y pasamos al vino. Oye, que la vida lo parezca.
La posibilidad es lo que te mantiene activo, le digo.
La ilusión, me responde ella.
La travesía es un eterno “mientras tanto”, acordamos.
Ese momento en el que no hay tierra a la vista desde la cubierta de tu barco es cuando el viaje se hace eterno. La proa pesa. Las velas se repliegan. El mar se queda plano. Demasiado inerte. Son tiempos en los que el trabajo se hace más soporífero en los que la arquitectura de tus textos se carga de aluminosis y en los que tu camarote da vueltas bajo un techo en el que ni hay estrellas ni deseos. El colchón parece gigante. La cama demasiado hecha. La agenda excesivamente ordenada. Qué pesada parece la vida cuando no hay ilusión, vuelve a decir mi prima. Y qué lánguida. Asiento de nuevo como aquellos perros de la parte de atrás del coche. Solo me falta decir guau. No se intuye la llegada a puerto.
Pero, de pronto, unas gaviotas aparecen sobre tu cabeza. Anuncian tierra. Por fin. Y aunque sea solo un islote donde atracar, sientes que respiras. Que el mareo acaba. Que la vida comienza con otra ilusión. Has llegado a tierra. La ilusión. Bea, le digo, no se me ocurre de qué hablar en la próxima columna. Estoy en esos días en los que toda navegación se hace lenta. Nada nuevo bajo el sol. Habla de esto, me dice.