El domingo pasado se me volvió a revelar la decadencia de la sociedad moderna: Clara vino a tomar un café a casa, me contó que esa tarde tenía una cita con un tipo que le hacía un poco de gracia y que el plan -paren las máquinas- era ir a correr y merendar fruta. Ir a correr. Merendar fruta. Yo aspiré muy despacio mi cigarro y le di un sorbo al café, con los ojos huecos, como contemplando una inhumación. Entendí que la había perdido. Era una runner en celo. “¿Qué te pasa?”, me preguntó. “Qué me va a pasar, corazón. Que prefiero un tiro en la pierna”.
Pensé que no se me ocurre nada más escalofriante que pelear por estar guapos hasta en domingo y, además, como reclamo de seducción. Pensé que estoy hasta el ovario alto de que los histéricos calóricos nos hablen -a los paganos- con cierto paternalismo, con cierto desprecio, como enseñándonos a vivir, y se escandalicen si no salivamos con sus verduras hervidas. Pensé en mí misma saliendo de un after, viéndomelas duras y maduras para encontrar un taxi en el centro de Madrid, con todo cortado por una carrera de esas que organizan los chavales que salen a trotar, como Forest, para buscarse a sí mismos. Coño: ¿para qué están las afueras? Recuerdo que al llegar a casa me hice una tostada con huevo y salmón y me metí en la cama de día, sabiéndome una inadaptada. Una gorda moral, un ser abyecto y embrutecido por los laberintos de la noche, esos espacios medio oníricos donde la libertad aún parece posible. No sonaba tan mal. Al final sonreí y caí frita.
La cosa empezó como un planning moderado de buenas intenciones -hasta ahí, mis aplausos- y ha acabado, lo sabe dios, en un coñazo de dimensiones estratosféricas. Este año la Operación Bikini nos está hostigando y empobreciendo más que la cuesta de enero: mis colegas han ido abandonando lento los bares y los libros para ponerse mallas reflectantes e “ir de entreno”, se miran muy fijo el contorno en el espejo del ascensor -de repente miden a ojo los centímetros- y emplean una lengua probablemente satánica que contiene conceptos como “cheat meal”, que -ya me he enterado- es el único putísimo día de la semana en el que puedes comer cosas que te reconcilien con el planeta. Ana dice que “lo importante no es el gin-tonic, lo importante es lo que lo rodea”, y casi siempre son conversaciones disfrutonas, hilaridades, secretos de sobremesa. ¿A qué jugueteo dialéctico estamos renunciando? Yo ya adelanto que no me puedo poner profunda ni desternillante si me acabo de pimplar un vaso de agua y una tapita de acelgas.
No sé: me aprieta el corazón pensar que hay quien ya no recuerda el sabor de las patatas bravas, ese manjar castizo que está muriendo a manos de los batidos diuréticos. Me escuece mi alma animal cuando imagino que, mientras yo me acurruco en el sofá y enlazo películas de Yorgos Lanthimos con la cabeza echada a volar, hay peña ahí fuera en guerra sin cuartel por su vientre pétreo. “No consigo entender por qué todo tiene que estar bien hecho, no me atrevo a salir de la cama y afrontar todos los días la tiranía de la perfección”, escribía Ray Loriga.
Me río yo de los que dicen “lo hago sólo por salud”: no, ahí debajo hay sexo, como en la segunda capa de la mayoría de acciones vitales. Ahí laten las ansias de gustar. Mis coetáneos se han entregado a la guapura canónica -con hambre y obsesión de por medio-, pero el precio a pagar es muy alto: la distensión, la anarquía, la alegría… que también son formas de belleza. Será que la hermosura, a pesar de los mantras de las revistas femeninas y de los decálogos de los gurús de las pesas, depende de mecanismos extraños. Será que cuanto más se intenta atrapar, más resbala. En eso se parece al placer: no puede forzarse, no puede teledirigirse, es infértil planearlo.
La mayoría de personas sugestivas que me rodean ni siquiera saben que lo son, o quizá lo son precisamente por eso. Siempre les digo a mis camaradas -hombres y mujeres- que no se angustien tanto: quien quiera acostarse con ellos, lo va a hacer igual kilo arriba, kilo abajo. Y quien no quiera, no lo hará, aunque exploten al máximo sus capacidades físicas. El deseo, por suerte, va por delante de nuestros cálculos y es más sabio y más primario.
Reivindico una vida razonablemente sana sin que deje de ser grata. Reivindico la pereza como derecho fundamental y la necesidad de mimarnos más por dentro: a ver qué estamos cimentando aquí, bajo la cáscara, a ver qué desierto interior nos puebla cuando llegue la vejez y se acerque el cementerio. Yo se lo canto en broma a mis colegas, editando la canción de Los Sirex: “Que se mueran los fitness, que no quede ninguno, ninguno, ninguno...”. Pero estoy tranquila: sé que regresarán a la cueva mágica de los bares con el invierno. Del deporte también se sale. Os espero a este lado, con el whisky y los brazos abiertos.