Cuando en los primeros días de mayo de 1945 la 11ª división acorazada de los Estados Unidos llegó al Campo de Concentración de Mauthausen, una de las cosas que se encontró fue un enorme cartel de bienvenida. Decía “Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras”. Lo cuenta David W. Pike en su libro Españoles en el holocausto.
Un grupo de hombres famélicos, enfermos, humillados, sometidos durante años a toda suerte de torturas, había sacado fuerzas de flaqueza para brindar un afectuoso recibimiento a las tropas americanas… y para subrayar su condición de españoles.
Aquellos hombres que reivindicaban su patria desde una pancarta artesana no eran peligrosos fascistas: eran republicanos a los que el gobierno de Hitler había recluido en un campo de exterminio. Y querían que quienes los liberaban supiesen de su procedencia.
Eran españoles (por cierto, muchos de ellos catalanes) y estaban tan orgullosos de ello como para querer dejarlo claro. Recordé a aquellos valientes -entre los cuales estaba un familiar mío- cuando reflexionaba sobre los recelos que parece levantar últimamente la satisfacción de pertenencia a un país. Es curioso: uno puede presumir de su barrio, de su aldea, de su pueblo, incluso de la calle en la que vive. Pero, ay, en cuanto quiere alardear de país, le saltan a la yugular.
Resulta difícil entender el recelo que despiertan los símbolos de todos, de la bandera al himno, pasando por el nombre de la patria común.
La izquierda contemporánea (que no moderna) parece tan preocupada por renegar de esto que olvida que fueron algunos de los suyos los primeros en reclamar su valor.
David Pike cuenta que los presos españoles crearon en Mauthausen una amplia red de apoyos para protegerse entre sí. Funcionaba tan bien que nunca hubo un español en la larga lista de quienes se suicidaron en el campo: en medio de la crueldad y el miedo, habían levantado una suerte de cielo protector con la única referencia del país de origen, que los hermanaba a todos y les susurraba al oído “¡resiste!”.
Después, cuando acabó la guerra y empezó a buscarse a los responsables de tanto horror, los españoles fueron el único grupo nacional que señaló a los compatriotas que habían colaborado con los nazis para que pudieran ser juzgados por sus crímenes. Porque la nacionalidad, que había servido para unirles durante los años de penuria en el campo, no iba a ser suficiente para permitirles escapar de la justicia ni del castigo. Y esa es la perfecta metáfora del patriotismo.