El tiempo apenas se detiene en muchos lugares, pero si lo hace en alguno es en Bagamoyo. Allí, donde “se tira el corazón” de pura desesperanza, como insinúan las palabras con las que fue bautizado este lugar en suajili, bwaga moyo, es donde Lola Hierro se siente, con más contundencia, en África.
El tiempo detenido y otras historias de África se presenta hoy en Madrid. Ni el tiempo ni el espacio, ni nuestra idea sobre cualquiera de ellos, suele pararse pero, a veces, lo hace. Eso ocurre en esa pequeña ciudad tanzana donde floreció hasta no hace tanto el tráfico de esclavos y de marfil. Eso mismo sucede en las deliciosas historias en primera persona de la periodista de El País, ahora recogidas por la editorial Kailas.
En Bagamoyo el tiempo se detiene incluso para algunos muertos deliciosos, como el Dr. David Livingstone. Su cadáver, como cuenta Hierro, fue repatriado, precisamente, de este remoto lugar al Reino Unido en 1873 gracias a la insistencia de James Chuma, que lo transportó durante 1.500 kilómetros hasta que consiguió entregar el cuerpo a los colonos. Doce años antes, cuando Chuma era aún un niño de la tribu Yao, el misionero y el obispo Charles Mackenzie lo habían liberado de la esclavitud.
La mirada fresca y curiosa de Hierro se abalanza sobre los territorios africanos y los desmenuza con el rigor de un cirujano pero, también, con la habilidad de una gran contadora de historias. Y, en África, para quien quiera verlas, se hallan las mejores.
Como cuando en Adigrat, cerca de la frontera entre Etiopía y Eritrea, Trhass, de 12 años, llora, abatida, porque la periodista –su amiga- se va, y solo le pide una cosa, mientras la besa incesantemente: “No me olvides”. O como cuando Amkunda, que así es como se llama ella en lengua pare, almuerza con Beda y Donko en el restaurante más rural –y delicioso, afirma-, del mundo, en las montañas de Tanzania. O como cuando advierte, seguramente para su sufrimiento interior, que, para los masáis, una mujer vale diez vacas, o cinco ovejas. Y que los hombres pueden tener tantas como deseen pagar.
Hierro te lleva por las calles de Stone Town y te pide que huelas esta ciudad con su aroma de canela y clavo. Sugiere que te adentres en los territorios del padre Alfredo “Abba” Roca quien, como hace Ángel Olaran en Wukro, lleva más de dos décadas cuidando a la población local, en especial a los niños huérfanos de Adigrat. Te recuerda las delicias de ir en un autobús local cuya hora de salida no existe, sale cuando se llena, y así no te pierdes –como en avión o en tren, recuerda-, a los niños yendo a la escuela, o a los vendedores ambulantes de objetos o alimentos. Si no vas por carretera desperdicias la sublime experiencia de “ver la vida pasar”, escribe.
En sus viajes por África, Hierro descubre que no echará de menos Kampala, aunque en Uganda algunos atardeceres puedan ser dorados y naranja; y luego rosa, violeta y azul sobre campos verde esmeralda. O que podría enamorarse de la majestuosidad de una profesora de Educación Primaria en un pueblecito escondido de Malí. O que, quién lo iba a prever, Níger se le iba a meter en lo más profundo de su cerebro, su corazón y sus intestinos. Porque es ahí, donde confluyen el interior de uno mismo y la felicidad de lo extraño, donde se detiene el tiempo. En África, en Hierro.