Voy al cine con amigos y también voy al cine solo. Compro entradas de conciertos y los bailo o los tarareo desde la butaca. Aplaudo en el teatro y me espero, a veces, a saludar a los actores en la puerta. Me dejo sorprender por exposiciones que no entiendo y repito con El Prado donde revisito mis favoritos. Suelo colarme en casas museo y hasta en el espacio de los souvenirs donde campan a sus anchas libretitas y pequeñas bobadas como tazas, lapiceros o caleidoscopios. Inciso: ahora mismo tengo junto a mi ordenador un juego de pinturas del Pompidou de París con el que coloreo las caras grises de las fotos del periódico. Tiendo a poner bigotes y sonrojar mejillas. No me preguntes a quién. Es algo que viene de lejos, de niño. En fin. Un poco de actitud y algo de entretenimiento.
Esa misma actitud, compartida o a solas, surge en la Feria del Libro. Pasear entre las casetas, mirar portadas, girar los ejemplares y leer la sinopsis, elegir libro y, si se tercia, buscar al autor que mencionan por la megafonía. Tiene algo de mercado de mi pueblo, mucho de feria y otro tanto de celebración literaria. Un punto fenicio, de orfebrería y bisutería junta, de sedas de colores y telas de saco. Es la oportunidad de libreros, editores y escritores para dejarse ver y aumentar las cifras (de todo tipo).
Diré ahora que tras la caseta es todo muy diferente. Debe parecerse al vértigo del actor cuando todo se ilumina, suena la campanilla, sale a escena y mira de reojo la platea; o al director que busca con nerviosismo el puesto en la cartelera donde se reparten los títulos como un menú de restaurante. La exposición pública tras la caseta de la feria es un gazpacho de inseguridad, emoción y muchas posibilidades que no hay manera de gestionar con frialdad.
El autor visto desde el paseo, mientras se camina por el Retiro, es ese centinela que ha escrito un libro. Ese raro que publica. El nigromante de las palabras con las que te has hechizado en el sofá de casa. La autora que custodia sus personajes y el autor que los crea. Viceversa, obvio.
Desde el tenderete, la feria es otra. Qué distinta se ve. Un autor bajo su nombre en el cartel con su surtido de libros puestos en abanico, para que se acerque el lector y le quiera un poquito. Lo que dura la firma, ese orgasmo frugal en medio de la gente. Voluntario, público y deseado. “¿Me lo firmas?”. “¡Y tanto que te lo firmo!”. Cómo no vas a firmar un ejemplar con lo maltrecho que está el panorama, con los golpes que da la piratería y con lo escasos que son los derechos de autor. ¿Qué si te lo firmo? Vamos, te como la boca, lector o lectora si hace falta. ¡Te como la boca! Se la como hasta a Felipe VI si aparece por el paseo, a algún político incluso. Pero pocos votos deben ver en el Retiro cuando circulan por la feria sólo en modo ficción. Y si lo hacen es empujados por la jefa de prensa.
Los autores andamos estos días como viajantes de Fernán Gómez. Felices e inseguros. Sonrientes y atribulados. Ilusionados y frágiles. Y en ese recorrido de ferias, librerías y casetas, uno deshuesa la maleta en la cama de un hotel como quien deshuesa un pollo y la vuelve a plegar como quien cierra un libro donde no pone fin. La firma es un beso. Un beso con posibilidad de más.