Incluso después de que el PNV anunciara su "sí" a la moción de censura era difícil creer que Mariano Rajoy Brey (2011-2018) estuviera a punto de abandonar para siempre el palacio de la Moncloa. El expresidente parecía eterno. Como era de prever, el percebe no se despegó de la roca: fue necesario arrancar la roca entera para librarse del crustáceo. En un último ejercicio de oceánica, vergonzosa cobardía, Rajoy ordenó a Cospedal que anunciara frente a la prensa su negativa a dimitir y se carbonizara en su lugar. Añadan a la exministra de Defensa a la larga lista de sus víctimas.
Es probable que, por no creer, no se creyera su final ni el propio Mariano Rajoy, del que se rumorea que fue el primer sorprendido por la decisión de los regionalistas vascos. Se curó el pasmo alargando la sobremesa unas cuantas horas y ausentándose del hemiciclo durante toda la tarde. En su escaño estuvo el bolso de Soraya Sáenz de Santamaría y nadie notó la diferencia. Ausentarse de tu propia moción de censura y mandar a un subalterno a dar la cara por ti es, eso sí, Rajoy en estado puro. En este sentido, el coherentómetro del expresidente marcó máximos ayer.
Tampoco debía creérselo mucho Pedro Sánchez, al que le cambió la cara, el discurso y hasta el tono de voz tras el receso del mediodía. Al Sánchez de ayer se le puso cara de funeral tras conocer que iba a ser el séptimo presidente de Gobierno de la democracia. Tantas veces le pidió a Mariano Rajoy que dimitiera –yo conté ocho aunque es probable que fueran bastantes más– que muchos intuyeron que el PNV le hizo la jugarreta del siglo aprobando su moción y mandándolo de una patada a traición a la Moncloa. Hubo un momento, tras responder al carpetovetónico Tardà, en el que se le pudo ver incluso arrastrando los pies. Así de hondo era su desamparo. Luego revivió en su respuesta a Ciudadanos, el verdadero objetivo de la moción de censura contra Rajoy.
Mariano Rajoy tenía ayer una opción, sólo una, de evitar –o al menos de obstaculizar– lo que se avecina. Es decir un presidente del Gobierno en manos de una banda de golpistas catalanes. Esa opción implicaba dignificar su figura política, romper la baraja, dimitir y obligar al PSOE a una negociación a cara de perro con Podemos, JxCAT, ERC y PNV para la investidura de Pedro Sánchez. Quizá, con un poco de suerte, forzar la convocatoria de elecciones generales. No ocurrió.
Y no ocurrió porque eso habría supuesto una salida sensata e impecablemente democrática a la crisis, pero desastrosa para el PP. Mariano Rajoy ha preferido en cambio condenar a los españoles a dos años de un gobierno disparatado para poder presentar al PP en 2020 como garante de la estabilidad. Bien, es legítimo. El coste será tremendo y las primeras víctimas de su cálculo ruin serán los catalanes constitucionalistas. Pero… ¿quién le pedirá cuentas a él, cuando dentro de dos años Rajoy sea sólo un mal recuerdo?
Rajoy se ha ido matando y haciendo todo el daño posible a ese país de cuya estabilidad dice ser garante. No podía ser de otra manera. Se echará más de menos al bolso de Soraya en el escaño que a él.
PD: La imagen que resume el panorama político español de hoy es la de los diputados del PP aplaudiendo a Pedro Sánchez, el hombre que les ha descabalgado del poder, cuando este atacaba a Albert Rivera. Ahí tienen ustedes la prueba de la putrefacta, comatosa e insoportablemente obscena componenda caciquil del bipartidismo español. Urge abrir las ventanas.