El jueves pasado, cuando vimos que Rajoy no llegaba a la sesión de la tarde, pensé que estaba atrincherado en Moncloa, con los teléfonos ardiendo, intentado encontrar una solución de emergencia, un conejo en la chistera, la aguja del pajar o el bálsamo de Fierabrás capaz de salvar su moción de censura.
Imaginé una escena de película nublada por el humo de los puros, en la que media docena de fieles se estrujaban el cerebro para hallar una salida al drama que se estaba cocinando en la carrera de san Jerónimo. Me pareció escuchar conversaciones con esos líderes vascos para los que los Presupuestos fueron la lámpara de Aladino con bonus de deseos cumplidos, con algún socialista sensato de los que quedan todavía, con los socios europeos, no sé.
Me imaginé cualquier cosa menos que los rumores que corrían eran ciertos: mientras en el Hemiciclo los diputados del PP se comían fría la sopa del sonrojo, Rajoy estaba en un restaurante, alargando la sobremesa evidenciando que, una vez más, prefería no hacer nada.
Cuando se confirmó el paradero del líder del PP, sentí una pena inmensa por los suyos, por la soledad en la que los dejaba, por cómo veían que se les escurrían las horas de gobierno y nadie estaba dispuesto a intentar el milagro. Imaginé su frustración, su bochorno, su pena. Y así quiero justificar el comportamiento de los populares en la tarde infausta del 31: nunca me pareció tan rastrera la política como en el momento en que tomó la palabra el líder de Ciudadanos y la algarada en la bancada del PP dejó pequeña a la del tendido siete de las Ventas en una mala tarde de toros.
Reconozco que aquellos hombres, aquellas mujeres -con alguno de los cuales he trabajado con aprovechamiento y cordialidad los últimos meses- me provocaron una mezcla de rabia y lástima. Eran hoolingans desatados que vomitaban su frustración y su vergüenza contra quien les apoyó en una investidura. Los pataleos, los abucheos y los insultos que no habían dedicado a la oradora de Bildu o al de Esquerra Republicana se los reservaban a Albert Rivera.
El paroxismo llegó cuando, ante el ataque de Pedro Sánchez a Ciudadanos, los populares rompieron a aplaudir: el bipartidismo estaba on fire. Esa ovación al hombre que les ha desalojado de la Moncloa (y de los ministerios, y de las secretarías de Estado) contiene la mezquindad de un PP decadente que, al desconocer cuál es su camino, sólo tiene la certeza de que hay que convertir a Ciudadanos en el saco de los golpes.
Fue duro escuchar insultos directos. Pero supongo que la situación de esos diputados, a quienes el líder abandonó a su suerte en la tarde más difícil de la historia del partido, también es de aúpa. Quizá nos gritaban a nosotros porque no se atrevían a coger a su jefe por los hombros y decirle: "¡haz algo!". Rajoy tendría que haber dimitido tras la sentencia de Gürtel, pero nadie de los suyos se lo recordó, quizá porque es más fácil confundir partido con país. Y el PP no es España, aunque se empeñen en creerlo.
Rajoy pasó sus últimas horas como presidente en el reservado de un restaurante caro, del que salió de noche saludando a la afición y dando abrazos a los camareros. Al día siguiente, cuando apareció por el hemiciclo, los suyos le dedicaron una ovación cerrada y larguísima. Y en ese aplauso caluroso, entregado, patético, se condensan muchas explicaciones del viacrucis del PP.