"Mis huesos ya no se sueldan tan rápido como antes", me dice un hombre de 93 años que se partió el brazo en un resbalón. "De todos modos, la rehabilitación no va mal. Dentro de poco empezaré a conducir", se despide al otro lado del teléfono. Cuelga el auricular en un piso cualquiera de Salamanca. La semana pasada, de paseo por el barrio, se topó con el rodaje de Alejandro Amenábar, que ha resucitado a Unamuno, Millán Astray y el "venceréis, pero no convenceréis".
Mi querido nonagenario, algo impedido por culpa del brazo, encuentra gazapos, lemas y actitudes poco logradas. También aciertos, evocaciones sinceras. Nacido en 1924, saca a pasear al niño de doce años y pantalones cortos que se estrelló contra aquel 18 de julio de 1936. A él, que todavía puede reconstruir la Historia en el cine de su memoria, nadie le pregunta. Vuelve a casa. No hay programada ninguna visita para los próximos días.
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Un pueblo en la falda de Madrid. Arturo tiene 97 años. Abrió los ojos en 1921. Ha vivido con uso de razón la II República, la Guerra, la dictadura franquista, la Transición y la democracia. Se muestra sorprendido cuando la entrevista llama a su puerta. Accede a desnudarse ante una grabadora. Relata que cuando fue a la División Azul no sabía que Hitler era un asesino. “Es muy difícil que yo logre explicarte a ti el estado de ánimo que atravesaba el día que me alisté". Pero lo intenta una y otra vez.
Se arrepiente de muertos y muertes, de las armas empuñadas. Exige buscar los cadáveres de rojos y azules en las cunetas. No renuncia a sus ideas, pero sabe lo peligroso que es llevarlas al extremo. Ya mató por ellas y no quiere volver a hacerlo. Ofrece su testimonio a cambio de un café, pero no hay ninguno concertado para las próximas dos semanas. A través de sus ojos, se puede saber lo que es un nazi, lo que supone la vida en ruinas, cómo aparece el fanatismo cuando se viste de lunes.
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Miguel acaba de morir. Nació en 1926. La última vez que fui a verle, entornó los ojos y empezó a susurrar. Viajamos juntos a una ciudad de provincias en guerra, que montó una fiesta para recibir las esvásticas. En el instituto, que recorro agarrado a la espalda de su recuerdo, le miran mal. Es el único anglófilo. Todos los demás piden en misa por la victoria del hombre de bigote.
Hace unos meses, Miguel dejó de contestar al correo electrónico. Solía atenderlo con la rectitud castrense que desdeñó. Insistí. Nada. Antes de que preguntara, me lo contó el periódico local. El que fuera mi videoclub de la añoranza preferido había cerrado para siempre.
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Los abandonamos junto a la estufa. Dejamos que se marchiten en el sofá. Hace cuatrocientos años, Hobbes apuntó un eslogan que seguirá vigente el día que cabalgue el apocalipsis: "El hombre es un lobo para el hombre". Teniendo en cuenta que -salvo unos cuantos miles de enfermos de bondad- nunca cuidaremos de nuestros mayores por una cuestión de altruismo, brindemos con ellos de igual a igual. Se trata de un win-win.
Asesores de Netflix, guionistas de cine, analistas de Memoria Histórica, profesores de lo vivido, rescatistas de refranes, cocineros medievales... ¡Gratis! A cambio de un poco de compañía. Siempre hay tiempo... Hasta que un día, su vida se apaga de golpe, como si alguien de barba blanca, larga y frondosa hubiera apretado un interruptor al otro lado del cielo. Las mejores líneas que he escrito se las debo a mis fuentes cuasicentenarias. Vaya esta columna en agradecimiento, que no es más que una quijotada, un alegato: "¡Nonagenarios, a las trincheras!".