Hay muchas razones para sentirse incómodos con el Mundial de fútbol que se está celebrando estos días en Rusia.
Una de estas razones lleva el nombre de la periodista Anna Politkóvskaya, de las primeras en alzar la voz contra las violaciones de derechos humanos cometidas por el régimen de Putin. Politkóvskaya fue asesinada en 2006 sin que, a día de hoy, se haya condenado a nadie por ordenar su asesinato.
Trescientas razones más serían los pasajeros del vuelo Malaysia Airlines 17, asesinados en 2014 -quizá lo recuerden- cuando un misil reventó su avión en pleno vuelo. La investigación llevada a cabo por las autoridades internacionales ha concluido que aquel misil fue disparado por fuerzas rusas, enviadas a Ucrania por Putin en apoyo de las milicias financiadas y armadas por él mismo. A día de hoy tampoco hay ni un triste imputado por este caso.
Unos cuantos millares de razones más serían los muertos en Ucrania y en Siria, es decir, en guerras instigadas directamente por el régimen de Putin o en las que su apoyo mantiene en pie regímenes represivos y homicidas. En Siria, además, Putin es el responsable directo de la incapacidad de la ONU para plantear una intervención eficaz contra Assad, ese dictador tan magníficamente dispuesto a gasear, torturar o matar de hambre a cuantos compatriotas suyos sea necesario para mantenerse en el poder.
Este es, en fin, el régimen que está gestionando los partidos de once contra once que nos tienen tan entretenidos durante estos días. Con un añadido importante: el deseo de organizar el Mundial no se debe a un arranque de generosidad futbolera de Putin, sino que se trata de una operación diseñada para reforzar su perfil tanto hacia el exterior como hacia el interior. Organizar el Mundial es la forma que tiene este régimen de lavarse la cara, normalizando sus violaciones del derecho internacional y exhibiendo cuánto lo respetan y reconocen las naciones extranjeras.
Y sí, en todo ello somos participantes necesarios quienes nos asomamos estos días al Croacia-Nigeria de turno.
¿Tenemos algo de culpa los ciudadanos de a pie de todo esto? No, claro. Es la FIFA la que gestiona el proceso -espléndidamente remunerado- de prostituir los torneos internacionales, sin mirar demasiado si quien participa en la subasta es una democracia, una dictadura o una teocracia (Qatar 2022 va a ser súper divertido). Los espectadores nos limitamos a ver los partidos con nuestras cañas y nuestros ganchitos, y los periodistas se limitan a cubrirlos allí donde los envían sus medios. Quizá el boicot habría sido una opción razonable si se hubiera planteado hace años y de forma coordinada, como medida de presión para aliviar algunos de los aspectos más lamentables del régimen de Putin (como el frecuente encarcelamiento de opositores, o las leyes abiertamente homófobas que impulsa su gobierno). A día de hoy sirve de muy poco reivindicarlo.
Pero que los individuos seamos incapaces de influir en grandes procesos como este no significa que no debamos sentirnos, cuanto menos, incómodos con nuestra participación en ellos, por muy pasiva o inconsciente que sea. Es decir: hay muchas razones por las que este Mundial debería provocarnos una mezcla diaria de indignación, incomodidad y asco.
La semana pasada, un nutrido sector de la prensa española mostró todos estos sentimientos, aunque por causas distintas de las que acabo de mencionar. El motivo de su indignación era que el seleccionador nacional hubiese decidido, una vez terminado el torneo, continuar su carrera en una empresa distinta, y que lo anunciase en un momento posiblemente inoportuno. Con argumentos gelatinosos y solemnidad digna de mejor causa, un sector del periodismo patrio proclamó que esto era inaceptable. Que esto les hacía sentir incomodísimos.
Lo de Lopetegui.
De todo lo que está sucediendo estos días, lo que más incendiaba su conciencia era lo de Lopetegui.
Quién te iba a decir, olvidada Politkóvskaya, que doce años después de tu asesinato la indignación daría para tan poco.