A lo largo de esta semana, sin que lo supiéramos primero, y con profusión de detalles revelados después por alguno de los propios implicados, se ha ido desarrollando un peculiar sainete en torno a la designación del futuro presidente de RTVE. Lo que unos y otros cuentan puede ser verdad sólo hasta cierto punto o estar mediatizado, sin necesidad de que concurra mendacidad alguna, por las percepciones subjetivas, las conjeturas y hasta las expectativas concebidas en cada momento por cada cual.


Lo que viene a desprenderse de la suma de dimes, diretes, rumores, chismes y demás material suministrado a los medios por una pluralidad de fuentes, directas o indirectas, oficiales u oficiosas, viene sin embargo a resumirse en algo que no pinta como uno esperaría, para empezar a resolver de una vez como se merece el problema de la radiotelevisión pública en nuestro país. Una institución discutida y acaso discutible, pero que en otros países —incluidos los muy liberales Reino Unido y Estados Unidos— existe y presta un servicio público de valor por todos reconocido, mientras que en el nuestro siempre ha vivido lastrada, en su versión estatal y no digamos en las autonómicas o locales, por una sospecha nada gratuita de hallarse al servicio no del conjunto de la comunidad que la sostiene con sus tributos sino del gestor de turno del respectivo cotarro gubernamental.


No son, a juicio de este humilde observador, los nombres que se han barajado los que hacen saltar las alarmas. Todos ellos son profesionales de trayectoria y competencia acreditadas, y, al margen de que puedan gustar más o menos, con ninguno de ellos habría podido decirse que se colocaba al ente público en manos de un indocumentado o un desaprensivo. El problema viene por el tufo que desprende todo lo que se ha filtrado en torno a los manejos que determinarían la decisión, y que hacen pensar en que la maniobra, en su concepción y desarrollo, podría estar obedeciendo a una aspiración de teñido ideológico. Y en algo así no puede atisbarse, por poco malpensado que uno sea, otro afán que el de orientar el discurso de la radio y la televisión públicas en sentido favorable a los intereses electorales de las fuerzas políticas que han formado la mayoría parlamentaria con cuyo apoyo logró Pedro Sánchez llegar a La Moncloa.


Es posible que este olor se deba a la ligereza de personas que hablan de más, y cabe igualmente suponer que los que han sonado como posibles designados para el cargo no se dejarían reducir tan fácilmente al papel de títeres, pero lo que en este lance ha asomado es preocupante y un inmenso error: no puede revertirse una manipulación para trocarla por otra. Es hora de que cualquiera, sea cual sea su ideario, pueda ver un telediario sin sentir que le están metiendo la mano en la cartera. Si se da la impresión que la radiotelevisión pública va a gestionarse a tenor de ideologías personales —y alguno de los candidatos que han estado en la lista corta, dicho sea de paso, ha alimentado la sensación, jactándose de lo que iba a quitar de la parrilla en consonancia con lo que vota—, esta nueva era se va a parecer demasiado a la antigua. Y por algo se empieza a fallar.