No nos cabe ninguna duda del derecho de propiedad que sobre su mansión californiana ostenta, por poner un ejemplo, cualquiera de los millonarios que produce y seguirá produciendo Silicon Valley. Si a algún despistado se le ocurre violentarlo, le caerá encima un enjambre de malas consecuencias. En cambio, la presunta propiedad que sobre el fruto de su trabajo tiene un creador, reconocida de forma nominal por las leyes de casi todos los países del mundo, es tan cuestionable, y genera tan agria respuesta cualquier intento de darle una protección efectiva, que bien podríamos ir dándola directamente por inexistente.
El último episodio ha sido el rechazo de la directiva sobre derechos de autor en el Parlamento Europeo. Para tumbarla se han puesto objeciones falsas, como que instauraba la censura o que iba a suponer el fin del derecho de cita y con él de artilugios tan apreciados por los internautas como la Wikipedia. Da igual, el caso era impedir que al menos en Europa se estableciera una normativa para garantizar que quien tiene derecho a ser dueño de una creación -porque se la ha sacado de las entrañas-, pudiera hacerlo valer, en lugar de verlo burlado a diario. Ahora la decisión se aplaza a septiembre, y se favorece así que quien tiene una idea siga siendo de peor condición, respecto de dicha idea, que quien la copia o le arranca su valor con ánimo de lucro.
Bien, es la democracia. Como todas las normas jurídicas, la directiva propuesta contiene aspectos susceptibles de mejora técnica, y siempre se pueden establecer mayores garantías para evitar el perjuicio de terceros de buena fe. Pero a estas alturas del partido ya no podemos dejarnos engañar: aun si fuera el más perfecto y escrupuloso de los textos legales se organizaría una cruzada para echarlo abajo, porque la clave es que una buena parte de nuestra sociedad, europea y española, no concede un verdadero valor a la creación cultural, en la que ve una actividad más bien subalterna y libremente depredable por agentes de mucho más prestigio social, como los agregadores de contenidos y los factores de memes, cuyo derecho fundamental a medrar con sus ocurrencias es de superior categoría y mucho más digno de fomento y amparo. Y quién es un individuo para tratar de enmendar la plana a la sociedad en la que vive. Como mucho, puede recordar a quien le lea que cuando se disuade la creación de una riqueza, desprotegiéndola, esta suele reducirse, o que asignar las rentas a quienes no las generan, y en muchos casos no tributan, ni en el lugar donde se producen ni en ningún sitio, va dejando menos dinero para escuela pública, sanidad pública y esas otras cosas que algún día todos necesitaremos.
Aparte de la conveniencia para el consumidor desaprensivo, ese al que todo creador consciente ha renunciado a tener en cuenta, porque en nada sostiene su futuro, habría que recordar también que desamparar el derecho de autor acaba procurando que lo que pierde quien crea una obra intelectual se lo acabe apropiando, entre otros, alguien que lo convierte en una de esas mansiones cuya propiedad está sólidamente protegida por la ley. Había algo que se llamaba justicia. Pero qué más da ya.