La reunión entre Pedro Sánchez y Quim Torra ha dejado clara una cosa: tanto el independentismo como el PSOE (y sus socios de investidura) tienen interés en escenificar un deshielo entre gobierno central y gobierno autonómico. Muchos dirán que esto es un circo indigno y a la larga estéril, aunque es cierto que este tipo de postureos gusta a una parte de la opinión pública; y no solamente a la nacional sino también a la internacional, que sigue siendo clave en el devenir de este conflicto. Volveremos a comprobarlo cuando empiece el juicio a Junqueras et al.
En cualquier caso, en las próximas semanas iremos comprendiendo mejor qué hay detrás de este interés compartido, qué cesiones costará a cada lado y hasta cuándo estarán dispuestos Torra/Puigdemont a mantener la performance. Pero no es demasiado pronto para que nos preocupe la asimetría estratégica de ambas partes. Porque nunca hay que olvidar que los objetivos del independentismo no se limitan a obtener indultos para los líderes del procés, ni a resucitar un puñado de artículos del Estatut, ni mucho menos a rapiñar algo de calderilla competencial. Su objetivo último es y seguirá siendo aumentar su base social para un futuro asalto a la legalidad constitucional, esta vez el definitivo. Ese era el subtexto de los llamamientos a “recuperar las instituciones” y, a través de ellas, mantener en marcha la infraestructura de propaganda y de intereses creados.
Frente a este plan, el objetivo de cualquier Gobierno nacional debería ser facilitar que algún día un frente constitucionalista obtenga una mayoría absoluta en Cataluña. En un Estado tan descentralizado como el español, y con una población que a pesar de todo sigue estando mayoritariamente a favor de las autonomías, lo único que puede cambiar verdaderamente las cosas en Cataluña es que los nacionalistas pierdan el poder autonómico.
Conseguir esto pasa por apoyar y proteger activamente a los catalanes constitucionalistas, por impulsar plataformas culturales y educativas, y por tener una política de medios que pueda rivalizar con la de la Generalitat. En definitiva, exige que el PSOE olvide de una vez por todas su tendencia a creer que el nacionalismo en Cataluña es algo que emana de los ríos y las piedras, y lo vea como una construcción ideológica al servicio de una estructura de poder. Construcción y estructura que se pueden desmontar.
Si Pedro Sánchez verdaderamente buscara convertirse en el estadista que quiere hacernos creer que es, podría impulsar todo esto sin demasiado ruido y mientras mantiene la escenificación del diálogo con Torra/Puigdemont. Sin embargo, hay un aspecto que sí requiere de su voz, que es la deslegitimación del 1 de octubre. La importancia de esta fecha la recalcó el propio Torra en su comparecencia tras la reunión, cuando la definió como el “momento fundacional” de la nueva legitimidad nacionalista; y es evidente que las energías propagandísticas de los próximos años buscarán imponer un relato del 1-O como un acto impecablemente democrático, realizado por buenas personas apoyadas por el derecho internacional, y que fue salvaje e imperdonablemente reprimido por el Gobierno español mediante las porras y las cárceles.
El futuro del constitucionalismo pasa por que la mayoría de catalanes no hagan propio este discurso, sino que recuerden, como escribía hace poco Roger Senserrich, “la gravedad de los sucesos de otoño”. Y sí, para Pedro Sánchez esto supone alzar la voz cada vez que se le plante enfrente alguien con un lazo amarillo. Este lunes perdió la primera oportunidad de hacerlo.