Yo quería que julio fuese eso que decía Luis Antonio de Villena -“ah, su cuerpo, azules piscinas del verano”-, pero al final fue sangre, horror y vergüenza: en sólo tres días, cuatro mujeres murieron asesinadas a manos de sus parejas. Es obvio que el feminismo tiene urgencias y ninguna de ellas es una Constitución inclusiva, como propone Carmen Calvo. El “miembras” de Pedro Sánchez y el “portavozas” de Irene Montero no sólo no me quitan el sueño, sino que se me antojan giros rayanos en la aberración, pero no deja de resultarme curiosa la violencia con la que responde el populacho cuando a alguien le da por sacar un poco los pies del tiesto de la verdad académica.
El lenguaje es espontáneo y me aterra que pueda ser controlado por un partido de Gobierno, el que sea. El lenguaje es uno de los tesoros más democráticos que poseemos, y por ello a menudo refleja -que no crea- los propios vicios sociales: ahí el machismo de “mujer fácil” o de “sexo débil”, recogidos hasta hace poco en nuestro diccionario sin marca de uso peyorativo. Claro: era lo normal en nuestra cultura misógina, lo asumido en tácito consenso. Sin embargo, ahora que estamos empezando a replantearnos cómo pensamos, debemos también reedificar cómo nos expresamos. Es un proceso de cocción lenta -como los anillos de un árbol- que no admite milagros. Sólo cala con educación, paciencia y saliva. La imposición colectiva es estéril, y dan igual sus buenas intenciones.
Ya les digo que a mí, que amo el castellano y sus posibilidades por encima incluso de milagros como el jamón, también me hacen bostezar el “abogados y abogadas” o el “carniceros y carniceras”. Creo en la economía del lenguaje y no me siento discriminada cuando se me aglutina en el masculino genérico o neutro. Soy feminista, sí, pero también práctica. Con todo, no me convence que sea incorrecto hablar de “Consejo de Ministras” si existe superioridad numérica de la mujer en el reparto de carteras del Gobierno.
Durante cinco años estudié Derecho y Periodismo en una clase de 25 mujeres y tres hombres. Siempre se nos llamó “alumnos” y “chicos” y no hubo ningún drama, sólo cierta extrañeza; así que no entiendo por qué ha de haber zafarrancho si el profesorado -muchos maestros ya lo hacen- se refiere al mismo colectivo como “alumnas” o “chicas”, especialmente cuando la tradición machista ha hecho que a las mujeres se nos trate como a una minoría cuando somos mayoría planetaria. Es pura lógica cuantitativa. ¿O es que sienten vergüenza los chavales por ser llamados en femenino? ¿Notan que les invisibiliza? ¿Agrede eso su masculinidad? ¿O es su ego? Qué tontería: quizá sea lo mismo.
El otro día comenté en Twitter esta misma apreciación y la reacción fue voraz, injustificadamente insultante: me llamaron “estúpida” y “cortita”, hubo alguien que me instó a “estudiar” y algún catedrático de la Nada me aconsejó que mejor me fuese “a chuparla”. Entiendo que chirríe porque mi propuesta no era nada inocente: era un modo de hacer feminismo, pero sinceramente esperaba -por parte de todos esos insólitos defensores del castellano- un uso más afilado y lúcido de ese lenguaje por el que escupen baba verde y por el que se matan como si les hubiesen mentado a la madre. El insulto ante una idea no es más que mediocridad argumentativa.
Les diría a esos neandertales que conozco perfectamente la norma académica y ya lo aviso: voy a saltármela. No es ignorancia, es exploración. Lo hago a menudo por otras cuestiones alejadas de la reivindicación ideológica y cercanas a la belleza y al estilo: por qué no usar “petaloso”, “mantequillar” o “labiar”, términos rompedores y romantiquísimos aún desoídos por la RAE. Por qué vamos a pudrirnos en la previsión y en la regla si podemos jugar, si abrazamos nuestra lengua y nos excita estirarla. Por qué no rendirnos a ratos a la intuición, a la rebeldía, al recreo. Que los carcas y los cuadriculados no nos llamen imbéciles, por favor, sólo imaginativos.
Pienso en un creador irrepetible como Cortázar, que decía que el diccionario es un cementerio de palabras. Pienso en mi adorado Umbral, que cuando quería -y porque podía- se peinaba los cabellos canos con la sacra norma. Recuerdo cuando al pobre genio le comieron por los pies los académicos por zigzaguear la corrección al bautizar una obra: “Yo, cuando escribo, todo lo hago deliberadamente”, se defendía Francisco. “A mí no se me escapa una sola palabra. Aquello puede quedar bien o mal, pero a mí no se me escapa una sola palabra. Lo digo porque me gusta decirlo y cuento con que el lector es inteligente y cree en mi mínima formación, y sabe que lo digo porque quiero y no porque se me haya escapado. Es el caso del título de este libro, La noche que llegué al Café Gijón. Ahora resulta que hay una guerra civil de académicos en torno a si se debe introducir la preposición “en” o no se debe introducir. A mí me encanta esto, incluso me honra, pero yo, voluntariamente, quería titular de una manera más coloquial que La noche en que llegué al Café Gijón. Me suena mal en el oído interior”.
Perdónenme: yo no puedo entregar mi alma, en toda su densidad, a los azares de una institución que acepta “en otubre hacemos almóndigas asín”, pero no “la gogó me pasó metanfetamina”. Yo quiero hacer como Umbral: amar el lenguaje, estudiarlo y amasarlo a mi antojo, sin plegarme a Gobiernos ni RAEs. No conozco forma mayor de libertad. Que los puristas académicos, los dogmáticos socialistas y los gaznápiros virtuales disculpen que no me levante, pero esta lengua es mía.