Pobre Pablo Casado, ese moderado de derechas al que andan intentando demonizar en los tabloides de izquierdas por sus declaraciones sobre la política de inmigración española, actualmente decidida por el Rey de Marruecos, las mafias del Estrecho y Òscar Camps.
A fin de cuentas, Casado sólo ha repetido, bajándole el volumen un punto o dos, la política inmigratoria defendida por el PSOE en su programa electoral ("partimos del rechazo de concepciones no realistas y enunciadas, la mayor parte de las veces, en términos demagógicos, como la de "fronteras abiertas”). También por insignes exsocialistas con mando en plaza como Alfredo Pérez Rubalcaba ("si somos laxos con la inmigración ilegal, la avalancha no hay quien la pare"), Alfonso Guerra ("las segundas generaciones de inmigrantes pueden generar los problemas") o Celestino Corbacho ("tolerancia cero").
A Corbacho, precisamente, le entrevisté en febrero para EL ESPAÑOL. Me dijo esto:
—Yo me había convertido en un referente a nivel español sobre el discurso de la inmigración. Porque el PSOE venía de un discurso excesivamente buenista. Yo no soy de los que piensan que el fenómeno de la inmigración es malo en sí mismo, pero cuando se produce un fenómeno muy rápido y muy potente, el reto de los Gobiernos es gobernarlo. Y gobernar significa a veces tomar medidas que entre la opinión pública suelen ser bien vistas, pero que suenan con dureza entre la opinión publicada.
—Usted llegó a hablar de “tolerancia cero”.
—Cuando yo en Hospitalet hablaba de tolerancia cero en los espacios públicos y en las actividades económicas, eso chirriaba un poco. Porque tolerancia cero fue lo que empleó Giuliani en Nueva York. Hospitalet pasó en tres años de tener un 2% de inmigración a tener un 25% y en algunos barrios incluso un 40%. Y yo no digo que eso fuera malo. Digo que era complejo y que había que gobernarlo.
Leyendo estas declaraciones puramente socialistas y que sólo se diferencian de las de Santiago Abascal en la adscripción a la izquierda de quien las pronuncia, se entiende mejor la titánica tarea de Pablo Casado: convencer a cientos de miles de ciudadanos españoles de centro, potenciales votantes del PSOE pero también del PP, de que no hay nada más fascista que cederle la potestad de decidir la política inmigratoria de un país cuyo estado de bienestar cruje por las costuras a gobernantes extranjeros con intereses incompatibles con los nacionales, a criminales cuyas fortunas son directamente proporcionales a la tontuna sentimentaloide con la que se gestione la inmigración y a perceptores de subvenciones y donaciones que viven del ruido mediático provocado por sus "rescates", en realidad servicios de taxi naval a domicilio.
Está visto que eso de levantar fronteras es anatema en 2018 salvo si el que las levanta es un agrocarlista catalán de los que consideran escoria infrahumana a la mitad de los ciudadanos de su comunidad. O si las levantan los acólitos de las políticas de la identidad, esas que dividen a los seres humanos en razas, colores, alturas, anchuras, culturas, géneros, percepciones, sentimientos, sensibilidades y yo qué sé qué delirios medievales más. O si las levanta la izquierda en forma de "cordón sanitario" para frenar a la derecha incluso cuando esta gana las elecciones.
A los inventores de los muros (véase Berlín, Cuba, Venezuela, Corea del Norte, la URSS y los linchamientos al discrepante en las redes sociales) no les gustan los muros. Hay que joderse.