"Un ladrón se hace pasar por Daddy Yankee y roba dos millones en joyas del cantante en su hotel de Valencia".
Releo el titular y luego los detalles. Me da la risa. Sorry, Daddy Yankee. tiene que ser un disgustazo, pero la cosa no deja de tener su gracia. Así de entrada: ¿a quién se le ocurre pasearse por la vida con semejante equipaje joyístico? Vamos, ni Meghan para su boda. Quizás ansiabas vestirte de fallera mayor, ya que estabas por esos lares. No se me ocurre otra cosa.
La verdad, Daddy, jamás habría pensado que esos collares, anillacos y relojes descomunalmente dorados y relampagueantes con los que te adornas fueran algo más que bisutería.
Siempre he desconfiado del oro amarillo, las mesas vip y los coches megaplanos como símbolo del lujo extremo. Lo de ir gritando a los cuatro vientos que estás forrado me parece una ordinariez supina, pero allá cada uno con sus diamantes.
Un amigo mío trabaja para un tío muy rico. Exageradamente rico. Rico de cojones. Me contaba cómo el Inmensamente Rico viaja por el mundo sin prisa, pausa, ni destino concreto. Le acompaña un séquito de médicos, chóferes, entrenadores, cocineros, asistentes personales e, incluso, un mago para que le entretenga (con lo que mola Netflix). De Londres a París. De París a Ibiza. De Ibiza a Nueva York.
El Inmensamente Rico se levanta a las cinco de la tarde, practica cinco minutos de deporte con uno de sus tres entrenadores personales, por las noches alquila locales carísimos que llena con chicas de compañía y personal de figuración, para que simulen que se lo están pasando supercalifragilístamente bien. El Inmensamente Rico a veces va a la fiesta falsa y, a veces, pues ni eso. Se queda con sus amigos de mentirijillas en su suite de tres kilómetros cuadrados y grifos de platino comiendo langosta y champagne. Así tiene el hígado.
Mi amigo me relataba esta historia hace unos meses mientras nos zampábamos un muffin de Magnolia Bakery, absolutamente glorioso, en un banco de Central Park. “Entonces, ¿tu Inmensamente Rico nunca hace esto?”, le pregunté señalando el lago frente a nosotros. “Nunca”, me contestó. Y el tío rico me dio una pena tremenda.
Tú no me das pena para nada, Daddy, te veo muy sonriente, y eso es bueno. Al igual que el Inmensamente Rico, tú ostentas como si no hubiera un mañana, pero con un ritmo tropical, reguetonero y alegre. Quizás se te ha ido un poco la mano compartiendo tu fastuosa felicidad.
Tu cuenta de Instagram chorrea coches de lujo, abrigos de piel y aparatosas cadenacas. Y bien de emoticonos con aviones, coronas y bombillas acompañados del hashtag #BUENAVIDA. Ay, que igual te has despistado y además despistas a quien se cree que el éxito es una maleta personalizada de Vuitton con el logo más grande de la galaxia, un móvil recubierto de rubíes, un yate con luces fosforescentes y un Dom Perignon de seis litros con bengala en el tapón, por si alguien no se ha percatado de que tienes mucha, mucha, mucha pasta.
El que no se ha confundido para nada es el espabilado que te ha mangado semejante pastizal. Ese lo ha tenido claro cristalino.
Y es que no es muy difícil disfrazarse de ti, querido Daddy: un chándal bien chillón, unas gafas de sol estrafalarias, ocho o nueve kilos de metal alrededor del pescuezo y lo tenía hecho. Es lo que tienen los estereotipos. "Señor de la recepción, que se me ha olvidado la contraseña de la caja. Ábrame usté, polfavol". Y zasca, chorizada que te crió.
Me pregunto qué pasará ahora, si te plantearás comprarte un Swatch, que los hay monísimos, y dejar la pedrería en casa, a buen recaudo.
Me gustaría aclararte, querido Daddy, que la #BuenaVida es la que te permite dedicarte a lo que te apasiona; la que te deja dormir tranquilo, sea en un hotel de seis estrellas o en una tienda de campaña; la que está llena de humor y carcajadas.
Porque el auténtico lujo no se pasea: se disfruta. No deslumbra, no despierta envidias, no pesa. Es silencioso, suave, cómodo e invisible. El lujo auténtico se nota, pero no se ve. Por eso no se roba.