El verano es para los libros, pero también para las ansiedades que los acompañan.
Hace unos días, durante un viaje por Estados Unidos, entré en una librería. Bastaron unos minutos de paseo entre los expositores para constatar que me eran desconocidas todas las novelas expuestas en la sección de novedades, al igual que las de la estantería con el rótulo de Recomendaciones de nuestros libreros. No me decían nada ni los títulos, ni los nombres de los autores, ni los nombres de los críticos cuyo entusiasmo de molde (“una voz diferente que dará mucho que hablar”; “un libro necesario, imprescindible”) adornaba fajas y contraportadas.
Finalmente, tras mucho coger y dejar libros, más condicionado por la necesidad de seguir con el plan del día que por cualquier otro motivo, me acabé llevando uno de los títulos recomendados por los libreros: Ciudad abierta, de Teju Cole (la traducción al español salió en Acantilado). Y ocurrió lo mejor que me podía ocurrir: descubrí a un autor fantástico. El libro de Cole es generoso, inteligente, elegante, con una autoexigencia alejada de cualquier pedantería o impostura. Una joya merecedora de todos los elogios que salpican la contraportada de la edición en tapa blanda.
Pero aquello también fue lo peor que podía ocurrir. Porque ¿cómo no pensar, ahora, en todos los libros que fui cogiendo y dejando con la misma arbitrariedad con que me acabé llevando el de Cole? ¿Cuántos de ellos serán igualmente excelentes y luminosos? ¿Cuántos de ellos serán obra de contemporáneos nuestros que escriben maravillosamente y a los que nunca leeremos?
Son dudas predecibles y recurrentes, pero que nunca pierden la capacidad de hacernos sentir minúsculos, sobrepasados. Sobre todo por la voracidad de su onda expansiva: ¿qué pasa con todos los libros que llegaron a aquellos mismos expositores la semana siguiente; o con todos los que habían sido retirados la semana anterior; o con todos los que, por no haber salido en una editorial grande, o no haber caído en manos de un crítico del New Yorker, se encontraban relegados a las estanterías más altas, o a las más bajas, o al almacén? ¿Qué pasa con todos los que, por limitaciones de la distribución, ni siquiera habían llegado a acumular polvo en aquella librería?
En momentos así uno entiende el atractivo del canon. La idea de que en cada época solo hay uno, dos, como mucho tres autores que verdaderamente valgan la pena no ayuda solamente a ordenar los planes de estudio; también es magníficamente tranquilizadora. Porque cómo podríamos procesar la idea contraria, la sensación de que el talento literario está derrochado por todos los rincones del planeta, y de que a cada segundo que pasa estamos faltando a citas con grandes escritores que esperan, de pie, sin decir palabra, en librerías que nunca conoceremos. Qué tipo de lectores podemos ser ante tan desaprovechado, tan abrumador regalo.