En agosto ocurren las situaciones más raras, a veces también las más improbables. Algunas de ellas se erigen en tragedias con capacidad para atormentar toda la vida. A veces, uno está donde no debería o, precisamente, donde el destino, sigiloso, siempre determinó que debía estar. En esos instantes, la biografía de uno se le cae encima sin apenas tiempo para descubrir que ya acabó todo.
A veces es la soledad. A veces, la extrañeza ante la falta de alguien, o de algo. En ocasiones, el asombro de observar la vida que nos persigue, y que nunca quisimos tener, tan instalada ya. Mucha pelea, muchas guerras; alguna victoria, numerosos fracasos. El final ya cerca, el partido perdido. Y, todo este tiempo, solo queríamos que nos dijeran cosas bonitas al oído. Eso era todo.
Sí, muchas cosas extrañas. Algunas secuencias del verano en Avilés podrían resultar más o menos cómicas si no se tratara de un asunto muy serio, como el de la filtración de documentos oficiales al respecto de un taller de “ligoteo saludable” impulsado por Izquierda Unida; el asunto, cómo ligar correctamente, acabó en forma de denuncia en una comisaría de Policía.
En agosto, también, la extrema habilidad de un caco le roba a Daddy Yankee, el rey del reggaetón, cerca de dos millones de euros en dinero y diamantes. El ladrón se hizo pasar por el cantante puertorriqueño, y consiguió que los empleados del hotel valenciano en el que ambos se hospedaban le abrieran la caja fuerte del verdadero Yankee al impostor.
También suceden tragedias, insalvables e irreversibles, en el agosto balear. Un abuelo olvida a su nieta de 10 meses en un vehículo durante demasiadas horas, pensando que la había dejado en la guardería. Pero no era así.
Y otras tan absurdas que cuesta creerlas, como la del joven de 21 años que murió en el agujero que él mismo cavó en una playa de la costa atlántica francesa y del que no pudo salir cuando la marea subió.
También se puede derrumbar un puente genovés justo cuando pasas por ahí, y no ver un día más; o salvarte de un aplastamiento similar sin saber ni cómo al desplomarse un muelle vigués en el que se apiñan tres mil personas para saborear un concierto de hip-hop.
O puedes ser un tipo normal, como Richard Russell, un joven más bien callado que cae bien a todo el mundo y al que, un día, se le va todo de las manos y roba un avión de pasajeros de 76 plazas; con él se hace unas cuantas piruetas, que ha jugado mucho a los videojuegos, y por eso sabe cómo va esto, y quién sabe, igual le asciendan de mecánico a piloto si le ven pilotar. Pero muchas cosas no acaban bien, y menos en este agosto pegajoso y lento de 2018, sobre todo porque nadie le dice cosas bonitas al oído. Y se estrella, por supuesto, en una isla deshabitada.
“No quiero hacer daño a nadie, solo que me digan cosas bonitas al oído”, fue una de las últimas frases que construyó el joven, aún a los mandos del turbohélice Bombardier Q400. Eso le dijo a los controladores que le suplicaban que aterrizara. Pero Beebo, como le conocían muchos, no sabía aterrizar, ni pensaba hacerlo. Sí, claramente, tenía razón: se trata de eso. De cosas bonitas al oído.