Viajamos para descubrir lugares nuevos. Al menos, ese es el lugar común sobre el que se erige gran parte de nuestra idea de las vacaciones, y también uno de los reclamos más eficaces de la industria turística. La paradoja es que ya conocemos muchos de esos lugares que vamos a descubrir por primera vez. Todos nosotros, por ejemplo, ya habíamos estado en Nueva York antes de poner pie en ella. Todo primer viaje a aquella ciudad está enmarcado en una serie de expectativas previas generadas por el cine, la televisión, la literatura, las noticias. Ya hemos visto el Empire State, ya hemos cruzado el puente de Brooklyn, ya hemos tomado algo en los bares del West Village.
Es más, toda experiencia que tengamos durante nuestro viaje adquirirá su valor con relación a ese marco. Ratificará nuestras expectativas o las desmentirá, pero jamás escapará de ellas. Y no hablamos solo de arquitectura: los que tengan alguna inquietud política insertarán cualquier conversación que mantengan con un autóctono en una sociología del brexit, de la América de Trump, de la Italia de Salvini. Cada primer paso en Londres, Washington, Roma, París, Tokio, Río, Estambul o Marrakech traerá, así, el eco de esa frase tan querida para algunos latinos: América ya estaba descubierta.
Esta dinámica no se limita a las ciudades más fotografiadas o a los países con mayor cuota de pantalla. Cualquier actividad genérica tiene también su propio horizonte de expectativas, la idea previa contra la que mediremos todo lo que nos suceda ahí. En tiempos de Instagram, no hay manera de estar en una playa sin proyectar sobre cada composición visual los centenares de composiciones que ya hemos visto y que han creado en nuestra mente el estándar de lo que es estar en una playa. No hay forma de ver por primera vez los terremotos mínimos que desencadenan nuestros dedos en la arena.
Es cierto que siempre podremos superar la tiranía de la memoria visual centrándonos en el haz de sensaciones de cada instante (el calor en nuestra frente, las voces de las toallas de al lado). Pero, aún así, operará sobre nosotros una idea sobre lo que deberíamos sentir en este tipo de situaciones, el efecto que debería tener sobre nosotros un rato en la playa, una excursión de montaña. Esas ideas anteriores permanecerán ahí como un fantasma que habitara una casa aunque ninguno de sus inquilinos lo terminase de ver.
Uno se pregunta a veces cómo sería viajar sin este marco de expectativas, cómo sería estar en París, o hacer una excursión de montaña, o bajar a una cala, con la mente completamente limpia. En cierto sentido sería como volver a ser niños, y quizá esto nos ofrezca una pista acerca de cómo lo viviríamos: o con un disfrute salvaje, o con un terrible aburrimiento. Porque a lo mejor, sin ese horizonte de expectativas que ordena y da sentido a lo que vivimos, solo veríamos un edificio alto, una calle ancha, un trecho de arena.