Querida hermana: este verano llegaste de un campamento y te levantaste la melena rizada para enseñarme un rapado secreto en la nuca -“mamá no lo sabe”, dijiste, pero mamá, cuando leas esto no te enfades: ya le va creciendo-. Me pareció una atrocidad hasta que me acordé de mí misma con un septum, una rasta y una sudadera de tío entrando a la universidad católica como quien viene de la mani. Tus años -una vez míos- son los del pataleo estético, los de la revolución que cuaja en el ornamento antes que en la conciencia. En 2009, cuando tenía tus 18 y acababa de llegar a Madrid, no sabía bien dónde ir a romper, leía los Estudios sobre el amor de Ortega y tenía una curiosidad mundial que aliviaba a tragos largos en el Jaime. Aún no entendía que la cólera intelectual -y no la extravagancia física- es lo que hace que se muevan las cosas. Mucho peor: aún veneraba a los cantautores.
Rosa, Rosita: tú no puedes volver atrás, porque la vida ya te empuja, como dice el poema de Goytisolo. Yo antes creía que todo el mundo debería tener un hijo para saber lo que es querer a alguien más que a uno mismo; pero ya no lo pienso porque te tengo a ti. Has venido a vivir a esta ciudad hermosa y fragmentada y has dejado tu guitarra roja en mi casa: estoy feliz de que estés, de que seas mi amiga y mi brigada. Te llevaré al Reina Sofía, al karaoke de Mostenses y a beber vermús perros a la Latina, compraremos chaquetas de segunda mano y veremos algo de Bergman en la Filmoteca. En Madrid, ya lo verás, la vida siempre sale a recibirte.
Sé que ahora piensas que aquí nunca harás colegas como los que ya atesoras, pero es mentira: hay nuevas familias. Compartiréis pisos, libros y resacas, y un día te serán tan indispensables como si los hubieses conocido en la escuela y te hubiesen visto crecer. Uno no es siempre el mismo. Cuentan que allá en los setenta un tipo se encontró a Samuel Beckett paseando por la ribera del Sena y le preguntó: “Disculpe, ¿es usted Samuel Beckett?”. “A veces”, respondió él, con pesadumbre, mientras continuaba su vagabundeo. Uno nace y muere con frecuencia, pero a menudo se resucita en Madrid, nido de las personalidades múltiples, capital de las vidas posibles. Tienes tiempo para elegir quién quieres ser, y si no, siempre puedes empezar de cero. Yo te estaré esperando en cada comienzo.
Rosa, hoy te parece una locura amar a alguien toda la vida. También a mí, porque somos escépticas y cortoplacistas, porque las comedias románticas no han hecho bien su trabajo con nosotras. Es probable que tengas novios que no te fascinen y acabes pensando que nadie se quiere ya como nuestros abuelos, que nadie se quiere ya como en las coplas, pero perdóname: un día te enamorarás como una bestia, y, si todo sale mal, te prometo que el mundo seguirá girando y no nos entretendremos demasiado en sufrir. Yo sé como curarte: estuve ahí.
Descubrirás que en la Universidad y en el mundo laboral la mediocridad se premia. Conocerás pelotas y envidiosos, pero nunca compitas con ellos: no lo merecen. Ármate bien de lecturas y golpea; intenta ser culta para ser libre. Date tiempo para escuchar y aprender. Nunca finjas que sabes algo que no sabes: es ridículo y se pilla enseguida. Elige bien a tus ídolos y luego estúdialos lo suficiente para que no quede ninguno. Cuando caen los mitos, uno respira más puro y piensa más lúcido. Tómate un ibuprofeno después de beber y antes de dormir -me lo agradecerás-. Ponte zapatos cómodos para bailar toda la noche: a la hoguera los tacones. Ah, hay un buen after en Alonso Martínez. Y el Oro y plata de la glorieta de Bilbao tiene una tortilla de la casa cojonuda.
Pide perdón y sé amable: la cortesía es un lujo gratuito que neutraliza a los déspotas. Nunca te entregues ni te apartes junto al camino, nunca digas "no puedo más y aquí me quedo". Llama a mamá y a papá. Lee Rayuela y comprende a La Maga. No acumules lavadoras y jamás te dejes impresionar por el dinero: es la mayor vulgaridad planetaria. Cuando alguien intente amilanarte, recuerda lo que decía la punki de Pippi Calzaslargas: “Si él es el hombre más fuerte, yo soy la niña más fuerte. No olvides ese detalle”. Equivócate, por favor. Y no me hagas demasiado caso: esto sí es fundamental. Tú conoces de mi desastre.
Perdóname, no sé decirte nada más, pero comprende que yo aún estoy en el camino. Sólo esto: pidamos pizza hoy. Te quiero. Te veo en casa.