La columna “Más leer y menos clicar” de Lorenzo Silva me ha hecho pensar en mis propias lecturas de verano, abundantes y felices. Y si mi descanso no ha sido completo es porque no he logrado desconectarme de las redes sociales: he mantenido el cacharro al lado y lo he consultado con demasiada frecuencia. Pero la superioridad del leer sobre el clicar se ve también aquí: ahora recuerdo mis lecturas –el poso de mis lecturas– y no mis clics.
Sobre dos de ellas he escrito ya: ‘Un buen tío’, de Arcadi Espada (Ariel), y ‘Antropoceno’, de Manuel Arias Maldonado (Taurus). De entre las demás, destaco algunas. La primera, ‘Vértigo y pasión’, de Eugenio Trías (Galaxia Gutenberg), un ensayo apasionado sobre la película ‘Vértigo’ de Alfred Hitchcock, que aproveché para revisitar tres veces. El San Francisco contemplativo de la década de 1950 encendido por el deseo a una mujer, que muere, resucita y muere. Con dos momentos máximos, de plenitud y de vacío: el del regreso de entre los muertos de Kim Novak, envuelta en una luz verde, y el de James Stewart al final, perdido ante el abismo en el campanario.
Mi participación a principios de julio en un curso de verano del Escorial hizo que a la vuelta leyese sobre el monasterio. ‘El enigma del Escorial’, de Henry Kamen (Espasa), es una espléndido ensayo sobre su origen y su significado, con un seguimiento de Felipe II (a través de los documentos, entre ellos muchas cartas suyas) que desmonta los tópicos que lo han embalsamado y oscurecido. La novela histórica de Julio Manuel de la Rosa ‘El ermitaño del Rey’ (Algaida) recrea la vida de Benito Arias Montano, el sabio al que le fue encomendada la tarea de formar la biblioteca del Escorial. Releí de paso el gran poema que le dedicó Francisco de Aldana: la ‘Epístola a Arias Montano’.
He leído mucha literatura autobiográfica, porque las vidas contadas siguen interesándome más que las vidas imaginadas (y suelen ser más sorprendentes). Aunque he leído tres novelas estupendas que han hecho que me arrepienta de mis desdenes hacia el género: ‘El revés de la trama’, de Graham Greene (Seix Barral), ‘Stoner’, de John Williams (Baile del Sol), y ‘Cambridge en mitad de la noche’, del columnista de EL ESPAÑOL David Jiménez Torres (Entre Ambos), del que también he leído un delicioso librito autobiográfico sobre su relación con la obra de Pío Baroja: ‘El país de la niebla’ (Ipso). De la misma colección Baroja & yo he leído además ‘En el País del Bidasoa’, de Sergio del Molino, y ‘Los pequeños mundos’, de Jon Juaristi. Al mismo tiempo, me he reconciliado con un escritor antibarojiano, Francisco Umbral, del que me he leído ‘Trilogía de Madrid’ (Planeta): qué gusto captar sus trucos, sus tics, y aun así disfrutarlo, comprobar que sigue vivo.
En ‘Confesiones de un filósofo desaparecido en combate’ (Pre-Textos), Enrique Ocaña da cuenta de su desvío de una carrera prometedora como filósofo por su exploración de las drogas y sus andanzas marginales; pero el resultado ha sido un filósofo más potente. El poeta Javier Salvago relata en ‘El purgatorio’ (Renacimiento) cómo su trabajo de guionista radiofónico y televisivo acabó con su vena poética, estimable pero nunca caudalosa; ha venido a ser un Rimbaud cuya Abisinia fue el guionismo. Clara Usón habla también de su purgatorio, o de su infierno, en ‘El asesino tímido’ (Seix Barral), que cruza con la desgraciada historia de la actriz Sandra Mozarowki (de la que se rumoreaba que fue amante del rey Juan Carlos, y que esto tuvo que ver con su temprana muerte). Las memorias sentimentales de Luis Racionero, ‘Sobrevivir a un gran amor, seis veces’ (RBA) se publicaron en 2009 y hoy son dinamita: leerlas ahora produce un regocijo suplementario, en la onda del catacumbismo masculino. Un libro autobiográfico peculiar, divertidísimo, es ‘Mis premios’, de Thomas Bernhard (Alianza), que recomiendo como la mejor introducción a este autor.
Pero de todos los que he leído el mejor ha sido un clásico contemporáneo que me faltaba: ‘Léxico familiar’, de Natalia Ginzburg (Lumen). Y el segundo otro con el mismo adjetivo en el título: ‘Novela familiar’, de John Lanchester (Anagrama). Son memorias centradas en la familia, con el narrador envuelto entre los seres cercanos, sobre todo el padre y la madre. La emoción del libro de Ginzburg está en su estilo sereno y vivaz, que permite que afluya un mundo cuya cotidianidad atraviesa el fascismo italiano y la guerra. Lanchester, con menos vivacidad, hace algo parecido; aunque la emoción en su caso la producen las vidas de su padre y su madre, que narra por separado hasta que se encuentran (algo excepcional, porque transcurren por varios continentes). El efecto de los dos libros es una mezcla de melancolía y agradecimiento. Esas historias familiares son también la historia del lector.