¿Cuánto vale lo que damos por hecho? ¿Cuánto los incontables actos cotidianos de un individuo en un país cualquiera del mundo libre? La fuerza colosal de la costumbre, y una ciega cicatería existencial, nos impiden realizar el cálculo, que depararía resultados exorbitantes. Más que eso, en realidad; no apuesto por nada que no lleve el signo de infinito. Nuestros intercambios se han tornando automatismos. Y sin embargo...
Y sin embargo, todo puede desaparecer de un plumazo. La historia europea del siglo XX lo ha dejado demostrado para siempre. No fueron mentes especialmente brillantes las que envenenaron Centroeuropa. Bastó, para abrir la caja de Pandora, con las mañas manipuladoras de una pandilla de resentidos, conspiranoicos, fracasados y ocultistas. Personajes de improbables peripecias, megalómanos de cervecería, matones, lectores de libelos, locos convencidos de haber hallado alguna pauta histórica. Eruditos de dos o tres autores, de tres o cuatro libros, de cuatro o cinco conferencias.
El peligro totalitario reaparece cada vez que concurren ciertas condiciones. Cuando la crisis de una década hirió a la clase media española, es decir, cuando los españoles vimos por primera vez que el ascensor social también podía bajar, resultó evidente que los viejos fantasmas, tanto tiempo dormidos, iban a despertar. Lo mismo sucedió con muchos socios europeos.
Las mismas furiosas búsquedas de chivo expiatorio, las mismas cantinelas historicistas y románticas de analfabetos de biblioteca, la misma paranoia contagiosa, la misma necesidad de señalar enemigos internos y externos, la misma entusiasta traición de los clercs. Diversos rostros del espíritu totalizante, proyectos con muy poca elaboración teórica y copiosa carga emocional, vuelven a amenazar a nuestras sociedades, la libertad a la que nos habíamos acostumbrado: la de las sociedades occidentales, la efectiva, la que garantiza el imperio de la ley en los Estados democráticos de derecho. No la que atañe a “liberaciones” de clases o pueblos oprimidos... a estas alturas de la complejidad social, a estas alturas del respeto y la tolerancia en la Unión Europea.
De vez en cuando nos vemos obligados a recordar que la libertad tiene un coste, y que si no estamos dispuestos a pagarlo —ni que sea con nuestro testimonio, ni que sea rompiendo el silencio allí donde la verdad será mal recibida—, entonces un sinfín de decisiones cotidianas cuya presencia en nuestra vida habíamos dado por descontada se convertirán en un laberinto de miedo y servidumbre. La libertad no es parte de la naturaleza; la construimos y la mantenemos. Vigilantes, despiertos.