En estos días se han dado a conocer sendos estudios sobre el acoso sexual a mujeres. Según uno de ellos, nada menos que 96 de cada cien mujeres guatemaltecas han sufrido acoso sexual en la calle. Según otro, a una de cada dos mujeres arqueólogas, mientras excavaban, se lo han infligido sus compañeros varones, por lo común desde una situación de superioridad jerárquica. Podemos cuestionar las fuentes de esos datos: un muestreo en un país que posiblemente no proporciona la máxima garantía de fiabilidad estadística y una encuesta online. Alguno apelará al siempre socorrido argumento de que hay denuncias falsas, o acosos que en realidad no lo fueron, porque la mujer consintió en el acercamiento de una u otra manera y después, por lo que fuere, le interesó recordarlo de otro modo. Supongamos que la mitad de las acusaciones resultara invalidada por estas o por otras razones análogas: seguiría siendo una barbaridad.
Todos sabemos bien lo que hay, si abrimos los ojos y somos sinceros con nosotros mismos. Especialmente los hombres, que desde niños hemos estado en ambientes de camaradería viril donde una y otra vez se trataba a tal o cual mujer como un mero objeto de entretenimiento a cuenta de su atractivo sexual; que más de una vez, yendo con otros hombres, hemos visto u oído cosas que nos abochornaban, y que unas veces hemos atajado y otras, por razones diversas —sin ir más lejos, que tampoco uno puede estar peleándose todo el rato—, hemos dejado correr sin concederle al protagonista la complicidad que demandaba.
No se trata de postular un puritanismo incompatible con los impulsos de la naturaleza ni de ignorar instintos y apetitos a los que, dicho sea de paso, las mujeres no son ajenas, respecto de según qué hombres, según qué mujeres o ambos, dependiendo de su orientación sexual. El problema está en la ostentación de esos humanos apetitos y, lo que es peor, en proceder unilateralmente a su desahogo, en contextos donde quien hace lo uno o lo otro está en posición de reducir, coartar o incluso aniquilar la capacidad de respuesta de quien es presa de su lubricidad.
Suele suceder entre hombres y mujeres por la infrarrepresentación de estas en los puestos de dirección o jefatura y por la desventaja común en cuanto a fuerza física entre las personas de uno y de otro sexo. Y no es lo mismo piropear o coquetear, sin más, que piropear o coquetear desde el poder, ya sea el derivado de una relación laboral o el que un sujeto de ochenta kilos ejerce frente a una muchacha de cincuenta en una calle solitaria.
Tenemos un problema grave, de convivencia, de respeto y, en definitiva, de educación. Un problema que esporádicamente puede crear alguna mujer —jefas hay, y manipuladoras, y hasta forzudas— pero con fatigosa frecuencia lo provocan hombres que avasallan a mujeres que a nada les invitaron. Para resolverlo, no queda otra que instruir mejor a nuestros hijos, preferiblemente antes de que caiga sobre ellos el Código Penal, último recurso pedagógico de una sociedad civilizada. Nos toca a los hombres, pero también las mujeres, que tenemos esa responsabilidad.