La idea de que España es un proyecto rabiosamente centralista, construido por y para Madrid e insensible ante lo que pueda ocurrir en la periferia, resiste mal una comparación entre la Diada y el 2 de mayo.
Si solo nos fijásemos en la repercusión nacional de cada una de estas fiestas autonómicas, sería difícil identificar correctamente cuál de sus respectivas regiones posee la capitalidad del país. La España opinante lleva varios días anticipando la Diada de 2018 y podemos imaginar que su análisis consumirá varios días más; cualquier columnista prudente se habrá guardado en un cajón los artículos que tuviera pensados sobre el regreso a las clases o la angustia de la posmodernidad.
La última fiesta madrileña, por su parte, solo logró ser noticia de refilón, cuando quienes por entonces aún eran vicepresidenta y ministra de Defensa –sic transit– se sentaron juntas pero no se dirigieron la palabra. Es la enésima paradoja del procés: si hay una fiesta autonómica que, por las reacciones que suscita y la atención que recibe del resto de España, podría confundirse con una fiesta verdaderamente nacional, esta es, hoy en día, la catalana.
Este contraste debería halagar la pulsión narcisista del nacionalismo catalán, si bien podemos estar seguros de que, por la propia naturaleza del narcisismo, esta pulsión jamás se verá plenamente satisfecha. El resto de comunidades autónomas, por otro lado, pueden sentirse aliviadas por que sus instituciones no utilicen la fiesta autonómica como manera de enfrentar a la mitad de sus ciudadanos contra la otra mitad. Pero la comparación también funciona como recordatorio de algo más trascendente: la sensación de que, en la segunda década del siglo XXI, España se hace o se deshace en Cataluña; o, para ser más concretos, en la gestión del desafío independentista que se realiza tanto en aquella comunidad como en el resto de España.
Pese al cansancio generalizado y las quejas de quienes intentan llamar la atención sobre otros temas –a veces de forma razonable, y a veces sencillamente para distraer la atención de su propio comportamiento durante este conflicto–, no estamos ante una conspiración de las élites mediáticas ni ante un caso de estrabismo colectivo. Ninguna de las abundantes tensiones sociales o políticas de nuestro país ha sometido al sistema a una presión como la del desafío separatista. Ninguna tiene implicaciones parecidas para nuestro entramado de derechos y obligaciones, para la relación entre los distintos poderes del Estado, para la economía, para la estabilidad del sistema político y para los discursos sobre los que se asienta nuestra atribulada vida en común. Todos los grandes debates, sean el de la educación, el de la naturaleza de la democracia o el de las prioridades en el gasto público, pasan de alguna manera por Cataluña.
Es imposible saber cuándo se alcanzará una nueva estabilidad en esta cuestión, pero sí podemos estar seguros de que el país donde crecerán nuestros hijos y nietos estará marcado decisivamente por el resultado de esta crisis. Por eso sigue siendo tan importante resolverla bien.