La reacción al multitudinario mitin de Vox del domingo era tan predecible que los propios oradores la adelantaron: toda esta semana oiríamos que la nueva extrema derecha europea y hasta global ha llegado a España. Una venida larga e insistentemente anunciada, si tenemos en cuenta que muchos dijeron lo mismo cuando Casado ganó las primarias del PP, o que el independentismo y la izquierda cercana a Podemos llevan años tachando de falangista a Ciudadanos. La extrema derecha se ha convertido así en el hermano hiperactivo de Godot, alguien que llega con tanta frecuencia que no da tiempo ni de notarizar cada uno de sus advenimientos. Y, a la vez, se ha convertido en un organismo cuántico al estilo de la República de Puigdemont: siempre está llegando y a la vez nunca se fue del todo.
Ahora bien, la constatación de estas extravagancias discursivas no supone que debamos ser complacientes con el posible crecimiento de Vox. Pero precisamente esa falta de complacencia nos debería conducir a afinar el análisis, en lugar de caer en los automatismos a los que nos tiene acostumbrados un sector de nuestro panorama mediático. La responsabilidad exige autoexigencia: si no se acierta en el diagnóstico, es muy complicado acertar en la solución.
Esto se aplica claramente al desgaste de ciertas palabras, que de tanto usarse con pereza y tendenciosidad pierden cualquier capacidad connotativa. Pero también se aplica a algunos de los supuestos con los que hemos venido analizando los fenómenos de los últimos años. Por ejemplo: si Vox es el desembarco en España de la extrema derecha populista y xenófoba que engloba tanto a Trump como a Len Pen y Salvini, ¿siguen siendo estos movimientos, en su nivel más elemental, el grito desagradable pero sinceramente angustiado de los perdedores de la globalización? Quienes llenaron Vistalegre el domingo, ¿eran acaso antiguos obreros de la Ford, molestos por el cierre de su fábrica y el traslado de sus puestos de trabajo a un país emergente? ¿O eran más bien votantes movilizados por cuestiones fundamentalmente autóctonas y que beben de discursos con una larga tradición nacional? Las programáticas 100 propuestas del partido dan una pista: los puntos 1 al 10 están dedicados casi íntegramente al Estado de las autonomías y a la gestión de los movimientos separatistas.
El esfuerzo por encontrar explicaciones trasnacionales y mecanicistas de todos estos fenómenos, y el interés por que estas explicaciones refuercen la crítica al capitalismo global, nos siguen llevando a obviar aquellas cuestiones puramente nacionales que dan su verdadera fuerza a estos movimientos. Del mismo modo que el auge de Trump no se puede entender sin la polarización que produjo la reforma sanitaria de Obama -factor clave en la fidelidad del voto republicano en 2016, pese a su estrafalario candidato-, ni se comprende el triunfo del brexit sin la larga tradición que define la identidad británica en explícita oposición a la europea, tampoco se entiende el atractivo de Vox sin tomar nota del descrédito que ha supuesto el procés para algunos presupuestos del Estado de las Autonomías.
De nuevo, esto no va de caer en relativismos ni de permitir que marquen la agenda, sino de atinar en el diagnóstico. Quien de verdad desee contrarrestar el crecimiento de Vox haría bien en responder a ese descrédito con argumentos solventes. No vayamos a terminar convertidos todos en los perdedores de una peculiar globalización: la de los automatismos facilones.