El fútbol es una de las pocas aficiones irracionales que se permiten los racionales. No conviene perder el tiempo sacándole matices al cuero. La hinchada sólo admite dos categorías: energúmenos de club grande y exaltados de equipo pequeño.
La literatura referente al primer grupo puede solventarse con una copa y un puro. Ganar se banaliza hasta el extremo, una derrota cada cuarenta partidos supone una pitada a los jugadores y los trofeos se convierten en una incomodidad, en ese recuerdo que no quieres tirar, pero no sabes dónde guardar. La cartilla de derechos de los subyugados por el Real Madrid y el Barça debería ser irrisoria, de dictadura. A cambio de las chilenas, las gambetas, las filigranas y los goles olímpicos convendría exigirles barrer las gradas o cortar el césped.
Y a la inversa: el cuarenta aniversario de la Constitución de 1978 debería alumbrar una Carta Magna para los socios de Osasuna, Huesca, Deportivo de la Coruña, Eibar o Rayo Vallecano mucho más amplia que la actual: calefacción en las butacas, entradas gratis y camisetas regaladas. Todo incluido salvo el derecho de autodeterminación, que sublevaría a los propios afectados: “Yo no me independizo de este equipo ni aunque baje a Tercera”.
Para más inri, en una avalancha de casos quienes se ponen la camiseta del Madrid y el Barça carecen de arraigo o sentimentalismo. Abandonaron el equipo de su tierra porque no les salía rentable emocionalmente. Querían recibir, estaban hartos de dar. Cuando el fútbol se manifiesta en su vertiente más pura, queda al descubierto un componente nacionalista inevitable. La conexión entre el jugador y el que le jalea es mucho más pura y honesta cuando el segundo ha podido abrazar al primero y le ha visto jugar en el patio del colegio.
La injusticia del fútbol reside en esta contradicción: el equipo grande es millonario y convierte en sendero de seda el trayecto de sus aficionados, que no son más que insulsos espectadores de ópera. Sus estadios tienen incluso “anfiteatro”. El club pequeño, en cambio, ni siquiera puede proteger a los suyos de la lluvia. Tampoco logra cuidar los glúteos que seguirán llenando su campo. Los vagones de la España rural de Primo de Rivera eran más cómodos. Y esto no es licencia o metáfora. Me lo dijo un señor nacido en 1925. En algunos baños se caga de pie y sin papel. Primera División, lo llaman.
Menos mal que, a veces, el destino se viste de magistrado y ejerce la rectitud. Ahora, bajar a Segunda ofrece desplazamientos a Canarias y Baleares. La nueva Constitución del equipo pequeño debería otorgar rango de ONG al Tenerife y el Real Mallorca. Mientras no asciendan, que paguen menos impuestos.
El otro día me decía uno del Madrid que Bale y Benzema son unos “paquetes”. ¡Qué insidia! ¡Que pague por ver jugar a Paqui en El Sadar! La rivalidad del fútbol es eterna porque nunca existirá la empatía entre la afición del equipo grande y la del pequeño. A no ser que se reforme la Constitución. En cualquier caso, queden invalidadas estas líneas. Las atraviesa un fallo capital: el club pequeño, en realidad, siempre será el grande. Y viceversa. No tiene vuelta de hoja.