No he conocido un amor igual. Jamás me he sentido tan feliz. Lo que más me gusta en el mundo es pasar tiempo con mis hijos. No imagino la vida sin ellos. Esto es la plenitud. No hay nada mejor que ser madre.
Podría completar esta columna con frases que idealizan la maternidad. Verdades absolutas inundan las redes, las revistas, el planeta. Madres impolutas, sin rastro de ojeras, rodeadas de niños inmaculados y sonrientes. La piedra filosofal. La garantía de la felicidad.
En la calle, queremos ignorar a esas mujeres consumidas que arrastran el cochecito, que intentan hacer entrar en razón a una criatura que berrea en el suelo del supermercado, a esas locas que gritan desquiciadas en los parques. Algo habrán hecho mal, no se organizan, se ahogan en un vaso de agua.
Si alguna osa insinuar que la procreación no es el paraíso prometido, inmediatamente asoma un pero, un aunque. Madres que no han dormido del tirón en cuatro años asegurando que no han perdido calidad de vida. Ay, las creencias y las culpas.
Porque tan verdad es que para algunas la maternidad es el culmen de la alegría, como que para otras es una losa difícil de soportar. Y es que la apuesta es muy arriesgada: todo tiene marcha atrás, menos la muerte y la maternidad. Puedes divorciarte, cambiarte de ciudad o de trabajo e, incluso, de sexo. Pero eres madre para el resto de tu vida. Y nadie te dice la verdad, porque nadie la conoce a priori, o porque no se atreven tan siquiera a pensarlo. Nadie es consciente de cómo un niño va a revolver tu vida, porque no sabes quién será el niño, ni quién serás tú como padre o madre.
Nadie sabe si esa criatura comerá bien, o si tu vida se convertirá en una batalla campal cinco veces al día, sin fecha límite. Si será un estudiante modelo o si los deberes convertirán tu hogar en un infierno. Nadie te entrena para resistir sereno a las expulsiones, a las rebeldías, a las malas contestaciones. No te cuentan cuán grande es la frustración cuando el esfuerzo titánico no desemboca en fruto alguno. Cuando llegas agotada de trabajar y, a las siete de la tarde, empieza la jornada de nuevo. El día de la marmota. No puedes imaginar cómo te afectará la ausencia de libertad, de improvisación, de tiempo para pensar que también existes.
Nadie lo dice en voz alta pero, a veces, cuando no pueden más, esas mujeres le confiesan a una amiga íntima que se arrepienten, que ellas serían más felices sin esos hijos que son un problema constante, o que simplemente no están hechas para ser madres. Qué es lo que he hecho mal, cómo puedo arreglar esto. Hay temas que no tienen solución: eres madre y no quieres serlo.
El otro día me decía un amigo, hablando del libro Madres arrepentidas de Orna Donath, que toda la vida se ha comentado el coñazo que pueden resultar los hijos. Esto no es nada nuevo. Sí, pero nadie había alertado de que podía convertirse en un sufrimiento interminable por mucho que los quisieran, que puedes llegar a odiar tu vida, a ser infeliz. Veintiuna mujeres de diferentes edades y contextos sociales son entrevistadas por la socióloga israelí y cuentan cómo, de volver atrás, jamás serían madres. No soy la única, no estoy loca, no soy una psicópata. Mal de muchas, consuelo de otras. La caja de Pandora abierta para bien.
Las estadísticas cuentan que un 9% de las mujeres que son madres están arrepentidas, y un 18% están desengañadas entendiendo que, aunque volverían a tener hijos, no se sienten muy felices. Y me pregunto quién, en su sano juicio, decidiría no sentirse muy feliz.