La web Electomanía acaba de publicar una curiosísima e instructiva tabla en la que se refleja, por provincias españolas, la estima que sus habitantes tienen por cada una de las diecisiete comunidades y dos ciudades autónomas que forman nuestro país. La puntuación va de cero a diez, por lo que puede hacerse un razonamiento sencillo: las puntuaciones por encima del cinco indican afecto y las que se hallan por debajo denotan desafecto —o si se quiere ser más crudo, amor u odio, respectivamente— hacia la comunidad en cuestión. Dicho sea, todo ello, con las restricciones pertinentes al caso: se trata de cifras promedio y de unos datos estadísticos, elaborados a partir de encuestas a las que sólo responde una muestra reducida de la población.
Lo primero que he comprobado son los datos referidos a las dos provincias —Madrid y Toledo— y a las dos comunidades autónomas —Madrid y Castilla-La Mancha— entre las que reparto mis días. Y se me ha escapado un suspiro de alivio cuando he visto que ninguna de mis dos provincias odia a ninguna de las comunidades y ciudades autónomas. En promedio otorgan al resto de España un notable alto, lo que supone un grado de afecto bastante considerable. Reconozco que me ha preocupado menos ver qué calificación recibían de otros territorios mis dos comunidades autónomas, según la cual Castilla-La Mancha es objeto de la aversión de cinco provincias y Madrid de tres.
Y es que uno siempre tiene presentes aquellas palabras de Epicteto referidas al reproche que se hace al prójimo a propósito de los males propios —fuente corriente del odio al otro— y que el sabio estoico atribuía a una falta de educación. Me preocupaba más vivir en una sociedad aquejada de esa carencia que advertir que en otros lugares existe y determina, entre otras cosas, que se llegue al extremo de repudiar a una comunidad entera.
Lo que no quiere decir que esto me sea indiferente. Muy al contrario, lo que la tabla pone de manifiesto es que los españoles tenemos pendiente una tarea de primera magnitud, cual es limar esas diferencias de estima ajena y sobre todo ayudar a los que entre nosotros sienten —aunque sea en promedio y con arreglo a los datos de una encuesta— la necesidad de aborrecer a sus vecinos, porque ello revela un grado de desdicha e inadaptación que también es síntoma de una carencia en la percepción de sí mismos y de los otros. En esta clase de problemas puede influir, qué duda cabe, algún factor exterior, pero en el meollo de tal destemplanza hacia el semejante hay una falla interna, que por el bien de todos, y el del afectado, es necesario enmendar.
No dispongo de ninguna evidencia científica, pero de forma intuitiva albergo la convicción de que aquellas sociedades que no dilapidan sus energías odiando a otros tienen más posibilidades de alcanzar logros valiosos y por consiguiente ante ellas se abren mejores perspectivas de futuro. Si admiten una recomendación, busquen su provincia en la tabla y vean si en ella se desaprueba a alguna comunidad o ciudad autónoma. Si es así, tienen un problema, tanto mayor cuantas más sean las desdeñadas.