En retrospectiva, lo que sucedió en Madrid el pasado fin de semana parece diseñado por algún apocalíptico de la cultura. En la capital coincidieron dos grandes eventos: el Festival Eñe -uno de los festivales literarios más importantes del año- y el Madrid Games Week -una gigantesca feria de videojuegos-.
El Eñe partía con varias ventajas, como la entrada gratuita durante todo el fin de semana o el estar ubicado en el centro mismo de la ciudad, concretamente en el cómodo y aristocrático Círculo de Bellas Artes. La entrada para lo de los videojuegos, por su parte, costaba 16 euros por día, y quienes desearan acudir debían desplazarse hasta los desangelados pabellones de IFEMA, última parada del Metro antes de llegar al aeropuerto. Las cifras, sin embargo, hablan por sí solas. A falta de confirmación oficial, podemos suponer que ambos festivales mantuvieron el número de asistentes del año pasado: 4.000 en la fiesta de la literatura, 100.000 en la de los videojuegos.
Luego están, además, las impresiones subjetivas. El Festival Eñe encarnaba todo lo bueno y todo lo menos bueno de este tipo de eventos. Por ejemplo, el placer que supone para quienes disfrutamos de estas cosas escuchar hora y media de discusión inteligente sobre las respectivas ventajas de la autoficción y de la ficción pura. O la fortuna de descubrir a dos o tres escritores de los que no tenías noticia, gracias a que compartían sesión con otro autor al que habías ido a escuchar.
Pero también la desigualdad entre aquellos moderadores y ponentes que se preparan bien los temas y las dinámicas de debate, y aquellos que parecen tener una fe diamantina en sus dotes de improvisación. O la curiosa naturalidad con la que hemos asumido que los festivales literarios tengan mesas donde se debate qué significa ser de izquierdas. O la duda constante de si estos festivales no ponen más el acento en la mística del escritor que en los libros en sí. O la media de edad, digna pero implacable, y que siempre anima cierta preocupación por el futuro de la industria.
Qué distinto lo de los videojuegos. Cualquier barrido visual por las naves de IFEMA captaba centenares de adolescentes, parejas con bolsas llenas de merchandising, carretas de críos acompañados por algún padre esforzado, y las múltiples, coloridas, conmovedoras capilaridades de lo friki. Luces, sonido, pulso. El estigma de una industria hija de la impaciencia y la inmediatez chocaba con las largas colas para probar las novedades: una hora de espera para jugar cinco minutos al nuevo Spiderman.
Y luego estaba la evidencia de la inversión y la rentabilidad: por todas partes se podían ver stands fastuosos con canchas de baloncesto, rings de boxeo, coches de Fórmula 1. Varias compañías exponían sus modelos de silla acolchada diseñada explícitamente para gamers. El triunfo arrollador, en fin, de ese capitalismo que a la misma hora se impugnaba en el Círculo de Bellas Artes. Esto por no hablar de la profesionalización del espectáculo: en la segunda planta cientos de personas, cada una al filo de su silla plegable, jaleaban partidas del Counter-Strike con realización televisiva, pegatinas de anunciantes y locutores en directo.
Pero quizá lo más hiriente, en términos comparativos, y lo que desarbolaba de manera más eficaz cualquier tentación despectiva, era la alegría del ambiente. Ese disfrute ensimismado y casi feroz que a algunos les recordaría, melancólicamente, sus tardes de infancia leyendo La isla del tesoro.
Supongo que ante comparaciones como esta siempre nos quedará la perspectiva histórica. La cultura con mayúsculas siempre ha sido minoritaria y, al mismo tiempo, siempre ha sobrevivido a las señales que indicaban su pronta desaparición. Nunca han faltado personas que, pese a todo, prefieren la lectura a cualquiera de sus exuberantes alternativas. Y, ante la tentación apocalíptica, supongo que también podemos ofrecer el contrapunto pinkeriano. Qué inmensa fortuna, al fin y al cabo, haber nacido en una época y en un lugar del planeta en los que podemos elegir entre tan diversas formas de placer.