Los niños son niños porque no saben qué significa la palabra “solemnidad”, y porque tampoco les importa: bien que hacen. Los niños tienen un deber fundamental, que es mancharse de tierra tramando hazañas en el parque, merendar barbaridades calóricas, pillarse primero por los guapos de la clase para acabar enamorados en secreto de sus mejores amigos y reventarse las manos jugando al mate -sigo estando orgullosísima de mis escasas visitas al campo de los muertos-. Yo sé que soy niña porque aún me aterra el concepto “disciplina”, porque tiendo al desorden y porque en mi cabeza suena la campana del recreo cuando me dispongo a ser feliz un rato; pero qué difícil, a veces, regresar a la espabilá de las trenzas salvajes que me mira desde las fotos viejas. Qué miedosa se vuelve una, quién sabe en qué momento.
Los niños son insultantemente francos, afortunadamente incorrectos; hermosos y gamberros simios enanos que andan lúcidos porque aún no han comenzado a desaprenderlo todo: arrastran otra clarividencia, otra imaginación, otra libertad sin límite; apegos, chulerías y códigos de honor con los que no pueden ni soñar los adultos. Por eso me hirió tanto en mi pecho núbil la noticia de que la princesa Leonor va a celebrar su 13 cumpleaños, ojo que hay que agarrarse, leyendo la Constitución junto a su padre. Pobre cría, y miren que nació rica: debería estar leyendo La historia interminable, o Momo, o Matilda; debería pintarse las uñas para creerse mayor y acabar comiéndose un Burguer King con sus compadres. Ya habrá tiempo para Kurosawa, corazón.
De repente su cumpleaños -ese día de bestial importancia para la chavalería, al nivel de la noche de Reyes o de la fiesta de fin de curso- se ha convertido en una jornada gris, en una tortura protocolaria, en un soberano coñazo pringado de artículos. Es obvio que la monarquía no es defendible intelectualmente. Es obvio que rechazo sus privilegios absurdos y sanguíneos, su ley Pragmática -y machista- que prioriza el acceso al trono a los varones, sus lujos, sus corrupciones, su inviolabilidad. Su festín pagado con el sudor del populacho. Pero no por eso Leonor ha dejado de ser una niña. Y los niños nunca son verdugos. Son víctimas.
Yo no me cambio por ella. Yo me quedo con la cabaña que monté en un remolque en el campo de mi abuelo cuando tenía su edad, con los saltos-bomba a la piscina, con la bici que compré con mis ahorros y con mi primer beso en un portal. Me quedo, y no dudo, con mi vida redomadamente vulgar, con la educación que me enseñó a no tener mentalidad de soberana, pero tampoco vocación de súbdita.
A los Borbones talluditos los critico, a Leonor la compadezco: ¿cómo puede una adolescente desarrollar su personalidad en una jaula acristalada? ¿Cómo va a torear a sus padres para llegar media hora más tarde a casa; cómo va a tomarse un batido de chocolate en una terraza cotilleando con sus amigas; cómo de débiles van a ser sus primeros pasos hacia la libertad? ¿Cómo va a despeñar y va a decepcionarse, cómo le van a romper -necesariamente- el corazón, si la rodean unidades enteras, desplegadas para que no la roce ni el aire?
Siento ternura por esa mujercita blindada que tiene prohibido romper las normas. Siento tristeza por la mujer que no va a poder ser; hembra minúscula atada para siempre en corto. No la quiero como reina, la deseo ciudadana. Para tu autodeterminación, para tu independencia y para tu sentido justo de la responsabilidad, para tu alegría y tu dignidad, que es la dignidad de todos, pide un deseo cuando soples las velas, niña Leonor: salud y República.