Ya tenemos auto de cierre de la instrucción y apertura del juicio oral para los dirigentes del movimiento independentista, o por lo menos para aquellos que no pusieron tierra de por medio a fin de no responder de las consecuencias legales de sus actos. Un auto que significa lo que significa: que se han apreciado los indicios suficientes de delito en la instrucción para proceder al enjuiciamiento de los acusados y que ahora viene el momento de la verdad procesal. Es decir: el plenario en el que acusaciones y defensas expondrán sus pruebas y sus argumentos y sobre esa base probatoria y argumental pedirán una u otra sentencia.
Todas las posibilidades están abiertas: desde la condena por rebelión consumada —el delito más grave de los que se han imputado a los encausados— a la libre absolución. Dependerá de la prueba desplegada en el juicio y de la valoración que de ella hagan, en conciencia, los magistrados encargados de llegar a un fallo. No cabe descartar, tampoco, una gama de soluciones intermedias: desde el delito de rebelión en grado de tentativa, pasando por la sedición, consumada o en grado de tentativa también, hasta la simple desobediencia. Para todas ellas habría, en principio, argumentos jurídicos, más o menos sólidos y más o menos gratos según quien sea el que los aduce o valora.
Lo que el tribunal debe adoptar, en definitiva, es la decisión más ajustada de acuerdo con el conjunto de nuestro ordenamiento jurídico, a partir de la letra de los propios tipos penales —de aplicación poco frecuente, lo que plantea una dificultad técnica nada desdeñable— y los principios generales del Código Penal y de nuestra Constitución, con sometimiento, además, a las convenciones internacionales suscritas por España. Esto último puede además —y conviene recordarlo— ser objeto de escrutinio ulterior por instancias judiciales supranacionales como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Difícilmente, a la vista de ese contexto, se formará con frivolidad, voluntarismo o negligencia el criterio del tribunal sentenciador. Habrá que estar atentos al desarrollo del juicio y analizar luego la sentencia.
En este momento preliminar, y dadas la complejidad y la gravedad del caso, convendría rehuir las simplificaciones que tan caras son a nuestros opinadores, y en particular a los que ejercen desde la militancia más o menos incondicional. Lo que está claro es que el procés no fue un golpe o una rebelión al uso, ni desde luego un proceso insurreccional de trascendencia y efectos comparables a otros de nuestra historia reciente, como el del 18 de julio de 1936 o el del 23 de febrero de 1981. Ahora bien, tampoco fue una simple algarada, una movilización cívica espontánea y mucho menos una excelsa fiesta de la democracia abortada por un estado totalitario. En algún escenario a medio camino, y muy probablemente con trascendencia penal, porque no es fácil ver que no la tenga, va a situarse la decisión judicial. Y a partir de ahí, tocará gestionarla sin aspavientos, de un lado, y sin ligereza, del otro, para sacar el problema catalán de la vía muerta y frustrante en la que lleva ya demasiado tiempo.