En realidad, aquellas fotos de Pedro Sánchez correteando por los jardines de la Moncloa al comienzo de su presidencia eran un aviso. Porque uno de los aspectos que definen estos cinco meses de sanchismo es la velocidad olímpica con la que ha sabido crear un nutrido repertorio de argumentos que justifiquen su continuidad en el poder. Desde las ruedas de prensa gubernamentales o desde las terminales mediáticas recién recuperadas, no ha sido necesario mucho tiempo para erigir una empalizada discursiva alrededor de la Moncloa.
La rapidez del proceso, y su finalidad última de recuperar votantes que se habían alejado del PSOE en los últimos años, explican que muchos de los materiales de este legitimismo sean reciclados. Véanse los argumentos sobre la crispación, con su poco disimulado objetivo de devolver al simpatizante socialista a la última vez que se sintió francamente encantado con su partido.
Otros argumentos, sin embargo, son de nuevo cuño. Es el caso del que señala que no hay ninguna razón para convocar elecciones generales, dado que la moción de censura es un mecanismo perfectamente constitucional para acceder a la presidencia. Pero el argumento parte de una tergiversación interesada. Claro que la llegada de Sánchez al poder fue legal; de no serlo, los mecanismos institucionales que se habrían activado como respuesta y el debate que estaríamos teniendo serían muy diferentes.
La cuestión es si resulta deseable que los españoles vayamos a las urnas, no tanto porque se haya producido un cambio en la presidencia del Gobierno, sino porque la situación nacional y las estrategias de los principales partidos han cambiado sustancialmente desde junio de 2016. Nuestra democracia es representativa, sí; pero ir a elecciones ante un giro radical de los acontecimientos y de los programas no significa caer en el plebiscitarismo. Una democracia impecablemente parlamentaria como la británica lo hace con cierta frecuencia.
En este sentido, el asunto más serio es la estrategia del sanchismo para Cataluña. Esta ha quedado clara durante estos meses de gobierno: relativizar ante la opinión pública lo que ha sido el procés y presionar al poder judicial con una gota malaya de descalificaciones a la instrucción del juez Llarena, con el objetivo de reducir las penas a las que se enfrentan los artífices de la DUI. El fin último -dirán- es la pretendida desinflamación de la crisis catalana y el abandono por parte del independentismo de la vía unilateral.
Seguramente habrá muchos votantes socialistas a los que esta estrategia no les moleste, o incluso les parezca bien. Y también es previsible que, cuando llegue el momento y de forma retrospectiva, muchas voces se lancen a legitimarla. Pero la cuestión es: ¿usted votó algo de esto? Porque, a día de hoy, no hay un solo votante en España que haya podido apoyar o rechazar esa estrategia: ni iba en el programa del PSOE (ni en el de ningún otro partido) en las últimas elecciones, ni era fácil prever que a finales de 2018 nos encontraríamos en esta situación. Y si este va a ser el camino que siga la ciudadanía española para dar carpetazo a la crisis catalana, lo mínimo, dada la seriedad del asunto, es que se retrate y lo apoye de forma explícita. La pregunta que encabeza esta columna no se debería dirigir al votante de Ciudadanos o del PP sino, principalmente, al socialista.