Sucede en un vagón de Metro casi vacío. Son las diez de la noche en el extrarradio de Madrid. Un tipo adinerado, asaltado por la nostalgia, dice: “Casi siempre voy en coche y me da rabia. Aquí me hice lector”. Echa una mirada a una señora que sostiene un libro forrado con papel de periódico y se marcha.
El Metro es el Abel de las grandes ciudades. Nos defrauda menos que una madre, pero lo matamos con lengua de serpiente. Las averías, los retrasos, las obras… Tres circunstancias poco frecuentes que aprovechamos para empañar lo que, con acierto, Umbral llamó “útero de multitudes”.
Un cordón umbilical une con el Metro a todo el que ha galopado por las tripas de la urbe. En un ejercicio de honestidad, cualquiera de estos individuos puede encontrar la herencia debida a los vagones: una novia que ya se fue, la canción escuchada por primera vez, la llamada que anunció aquel trabajo, la cura del cáncer del amigo…
El Metro es “útero” porque nos configura. Nos hace y nos arroja a la superficie con alguna muesca en el recuerdo. Conozco a uno que fue bautizado por un grupo de heavys al grito de “despierta infiel” y con whisky como agua sagrada. No lo olvida y aquella anécdota, digna del mejor realismo mágico, será la que cuente a sus nietos cuando el tiempo le arrugue la cara.
Sería absurdo idealizar este vehículo como trasatlántico de ilusiones siempre cumplidas, pero su condición de escenario obligado debería granjearle el respeto y la literatura que no alumbra. Estábamos en el Metro cuando nos dijeron que la abuela había muerto, que papá había tirado a la basura los tebeos del Capitán Trueno y que nuestra primera novela era impublicable. ¿Quién osa patear los paisajes de sus desgracias? Pero el Metro, quizá porque llega hasta cuando se le maltrata, permite esa licencia.
La burguesía es uno de los sueños más agradables: poner la calefacción sin mirar el bolsillo, beber vino sin consultar el precio, ir de vacaciones sin el freno de mano, comprar libros viejos sin saquear la cartera… Pero el burgués asentado yerra incomprensiblemente en una asignatura elemental, el transporte.
Prefiere marearse en un taxi, exasperarse al volante o gritar en un atasco a caminar por Macondo de la mano de García Márquez mientras el vagón le acerca a su destino. “En coche voy más rápido”. Pero, ¿no se trataba de ser burgués? El orgasmo que supone derrochar el tiempo supera con creces al que brinda malgastar unos cuantos billetes.
Hace no mucho, entré por los pelos en un convoy de la línea 1, la azul clara. Me topé con el rey, que no dejaba de sonreír. En sus ojos vi algo más que protocolo –y si no lo vi, lo digo ahora, que para algo la columna nos libera del periodismo–: devoraba con las pupilas esos asientos marrones, duros, lo suficientemente incómodos para que el usuario afronte el presente con actitud de centinela. Sin embargo, no le dejaron explorar más allá de las fotos de rigor. Esa noche, imagino, llegó a su palacio y lamentó que su sangre le privara del lujo peor valorado: el Metro. Sí, “el puto Metro”.