Lo apunta el filosófico comisario Croce, el personaje creado por el escritor argentino Ricardo Piglia: "Casos y casos he visto así, señor mío; el horror y la idiotez reinan en el mundo". No es fácil sustraerse a la contundencia de esta afirmación cuando se examina el itinerario estrambótico seguido en las últimas semanas por un humilde pero engorroso tributo, el Impuesto sobre Actos Jurídicos Documentados, que recae, entre otros hechos imponibles, sobre la constitución de hipotecas.
Tras veinte años de pacífica e inadvertida existencia como un coste marginal de la financiación de la vivienda —ese bien suntuario al que buena parte de los españoles unce de por vida su economía—, se ha visto catapultado al estrellato por obra y gracia de una serie de piruetas judiciales más dignas del Circo del Sol que de quienes se supone que deben aportar, como intérpretes de las leyes, fiabilidad, credibilidad y solidez a nuestro Estado de derecho.
Contrariamente a lo escuchado con cierta frecuencia a lo largo de estas últimas semanas, el asunto no tiene mayor complejidad técnica. Es un tributo que según la ley recae, con carácter general, sobre quien adquiere un bien o, en su defecto, se beneficia del acto jurídico que se documenta.
La constitución de una hipoteca sobre un inmueble en garantía de un préstamo destinado a adquirirlo beneficia en cierto sentido al prestatario, que por existir esa garantía puede acceder a la financiación que necesita en términos más ventajosos que si no la hubiera; pero también a la entidad financiera prestamista, que encuentra en la hipoteca una herramienta poderosa para cobrar la deuda. Hay, pues, argumentos para decidir en ambos sentidos: tanto en el que durante veinte años ha mantenido la Sala 3ª del Tribunal Supremo, confirmando el artículo del reglamento del impuesto que interpretaba que el sujeto pasivo era el prestatario, como en el de la doctrina que emergió hace unas semanas de la mano de magistrados de más reciente acceso a la sala, que leyeron de otro modo, para ellos más acorde a la realidad social de nuestros días —según ordena el artículo 3.1 del Código Civil— el hecho económico que subyace en la constitución de una hipoteca.
En términos prácticos, y si se considera que el coste de cualquier financiación acaba recayendo sobre quien la recibe, ya sea de manera directa o indirecta, ambas soluciones conducen al mismo efecto. El único problema estaba en la posibilidad de pedir un reembolso de los impuestos pagados y no prescritos, y el Tribunal Supremo, con denuedo digno de mejor causa, se las ha arreglado para encontrar la manera de afrontarlo causándose a sí mismo el máximo descrédito posible: sin evitar a la postre que la nueva doctrina se consolide —vía reforma legal exprés— y por razones que sólo podemos conjeturar, pero que más que en la connivencia con oscuros intereses quizá haya que buscarlas en eso a lo que alude el estoico comisario Croce. A menudo los seres humanos, sin ninguna necesidad, escogen que las cosas les salgan de la manera más horrenda y menos inteligente.