En España todo magnicida posible e imposible está condenado a la frustración. Por grandes que sean sus ambiciones, aunque consiga llevar a cabo lo que pretendía, el resultado será inevitablemente pequeño: no un magnicidio sino, inevitablemente, un pequeñicidio. En algunos casos, incluso, un irrisoricidio.
Hemos de aceptarlo con deportividad: a la política española (e incluyo naturalmente –hasta extremos hilarantes– la catalana) el magnicidio le viene grande. No da la talla para una palabra tan estupenda. Al propio Franco, con cuyo magnicidio se soñó tantas veces, le hubiera sobrado por todos lados. Aún me río al recordar el uniformito de Franco que vi en un museo militar: parecía un traje de primera comunión.
Hace unos años una amiga mía muy joven, militante del antifranquismo juvenil, se quedó consternada al ver por primera vez un vídeo del dictador y oír su vocecilla. No es que exculpara entonces su dictadura, sino que se sintió empequeñecida por haberle dedicado tanto ardor a un tío tan pequeño. Esperaba encontrarse un ogro y se encontró con la ridiculez del mal.
Pero el que con nuestros políticos solo cupiese el pequeñicidio no quiere decir que se lo merezcan: ningún ser humano merece ser asesinado, por pequeño que sea. Esta precisión hubiese sido innecesaria hace no mucho. En estos tiempos embrutecidos, sin embargo, hay que pagar el peaje, melancólicamente. Se presupone que el chistoso está deseando que se cumplan sus chistes, incluso los negros.
Curiosamente, los que más escandalera han armado con el magnicidio fracasado del presidente Sánchez (fracasado en un grado anterior a su intento) son los que hace una semana mostraban simpatía no ya por Otegi, sino por el Carnicero de Mondragón y el muy hospitalario pueblo proetarra de Alsasua. La sobreactuación histérica ante un asesino falso acaso pretende perfumar el pestazo de los achuchones con asesinos verdaderos. Y demuestra que para muchos el límite no lo marca la ética, ni los derechos humanos, sino solo la ideología.
En cuanto al magnicida en cuestión: era más pequeño aún que el pequeñicidio que le hubiese salido. De francotirador tenía su franquismo, no la puntería. Dice que se envalentonó para ver si ligaba con una de Vox, que fue la que lo denunció a los Mossos. (Hasta para meterla falló el tiro). Sus proclamas, por lo demás, eran de una estupidez considerable. Exactamente igual que las de los terroristas a los que había que escuchar y tomarse en serio. Solo que estos llevaron su estupidez hasta el crimen.