Separados por cincuentaiún años, dos nueves de noviembre evocan el nadir y el cénit del ser social: la Noche de los cristales rotos y la caída del muro de Berlín. Alemania ha querido estar presente en ambos; parecía que ya tenía las lecciones aprendidas, y con ella Europa, pero el presente nos infunde dudas. Nacionalismos de apolillado ropaje romántico reaparecen como fantasmas familiares. Y ese populismo de improbables gestas que tanto recuerdan la vieja matraca comunista de los setenta. Parecía imposible importar semejantes despojos a estas alturas, pero ahí los tienen, vendiendo las tres comidas al día. Y las varias caras del supremacismo, un crudo clasismo en el caso catalán al que jalean la extrema derecha flamenca e italiana y al que comprende la izquierda española. Y la antipolítica. Y los fascistas. Y los antifascistas, que se cubren las vergüenzas con un prefijo.
Ellos son la amenaza. Ellos ponen en peligro lo logrado. Se indignan generaciones primorosamente protegidas de las aristas de la realidad, desconocedoras de la historia y de la naturaleza humana. Menores de edad hasta los setenta, ha querido el azar que a ellos les corresponda crear opinión y sentimientos de baratillo, llenar los diarios de lamentos, redactar los guiones quejicas y, sobre todo, fabricar el humor, asunto que merecería un triste ensayo.
Eternos extraviados, se rebelan precisamente contra lo que garantiza la libertad y la prosperidad, una sofisticada arquitectura institucional basada en los valores ilustrados, en la democracia representativa, en el imperio de la ley, el libre comercio, la división de poderes, el reconocimiento de derechos y libertades inalienables. Todo ello en el marco más protector que han conocido los siglos. En su revuelta sin sentido, la nueva reacción roba las palabras de la democracia para torcerlas e invertirlas como hace el satanismo con la simbología y el relato sagrados.
El nueve de noviembre de 1938 nos dice que las estrategias de chivo expiatorio, o las condenas por lo que se es con independencia de lo que se haga, o el apetito de guerra que periódicamente sienten los jóvenes, o una propaganda política lo bastante inmoral, pueden derrumbar el mundo. El nueve de noviembre de 1989 nos recuerda que hasta la peor tiranía, la de pesadilla, la dispuesta a acabar con el hombre real para construir al nuevo hombre comunista, puede ser derrotada. Y lo mejor: que esa derrota, una vez se abre la primera brecha, será inevitable y rápida, por poderoso e invasivo que sea el sistema. ¡Qué dos lecciones!