Ahí, en la cara de Josep Borrell y tras pasar por la garganta, las muelas y la lengua del diputado de ERC Josep Salvador i Duch, están los resultados de ese experimento de democracia radical consistente en permitir el acceso al Parlamento a fuerzas políticas cuyo objetivo es la destrucción de cualquier tipo de convivencia entre diferentes. No debe de faltar mucho para ver a los diputados nacionalistas catalanes entrar en el Congreso de los Diputados pertrechados con escupideras y a los de los partidos constitucionalistas con chubasquero. Consideremos como fecha fundacional de la era parlamentaria del serrín, el estiércol y el escupitajo el 21 de noviembre de 2018.
"La española no es una democracia militante", dice la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Militante como la alemana, que prohíbe en el artículo 21.2 de su Ley Fundamental los partidos "antidemocráticos". Un veto que se extiende a todos y cada uno de los funcionarios públicos, a los que se prohíbe tajantemente cualquier gesto hostil a la democracia, y que permite a los ciudadanos "oponer resistencia" a todos aquellos que pretendan abolir el orden constitucional.
En España, sin embargo, el deber de lealtad constitucional no se entiende como una obligación de adhesión a la democracia, sino como un mero trámite procesal. Nada impide, por ejemplo, que un partido populista como ERC, de largo historial golpista, con miles de asesinatos a cuestas y raíces ideológicas que cualquiera con dos lecturas a cuestas identificará fácilmente con el fascismo romántico europeo de los años 20 y 30 del siglo pasado, se presente a las elecciones con un programa que defiende la subversión del orden constitucional. La democracia militante española sólo exige, en fin, que ese partido respete los procedimientos establecidos en la Constitución para la destrucción de la propia Constitución.
El debate jurídico en torno a las democracias militantes y no militantes es farragoso, pero baste con la siguiente simplificación: las democracias no militantes no defienden la democracia sino el procedimiento. Una democracia no militante como la española deja la puerta abierta a la posibilidad de que una amplia mayoría social que diera una victoria aplastante a un partido nacionalista, populista, comunista o fascista pudiera, por vías 100% legales, abolir la Constitución o reformarla hasta convertirla en la Constitución de un régimen autoritario.
El problema en la vida real, lejos de las disquisiciones académicas, es que resulta imposible pastorear procedimentalmente un rebaño de gatos fascistas. La idea de que un partido antidemócrata acepte esperar, manso él, a disponer de la mayoría en votos suficiente para acabar con la Constitución no es racional. Lo más probable, como bien sabemos en España, es que busque atajos.
Como cualquier revolucionario en primer curso de Subversión Institucional sabe, el camino más corto entre el punto A de la democracia y el punto B del totalitarismo no es el recto, sino el caos. Hoy amaño un referéndum ilegal y lo hago en nombre de la democracia. Mañana declaro la independencia durante ocho segundos. Pasado apoyo una moción de censura y entronizo a un narcisista sin escrúpulos necesitado de mis votos para mantenerse en el poder. Al siguiente negocio con los fontaneros de Moncloa el indulto de mis presos. Luego juego con el apoyo a los Presupuestos Generales del Estado mientras me alío con el comunismo para desacreditar a la Corona, al Poder Judicial y a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Todo ello, mientras convierto el Congreso de los Diputados en un corral tóxico de bramidos, muecas, melodramas, fanfarronadas y amenazas.
Para derribar la Constitución no hace falta una mayoría social del 70% o el 80%. Basta con ese 5% de los partidos nacionalistas catalanes y dos partidos de izquierdas nacionales convencidos de que la democracia no es deseable por sí misma sino apenas un medio para sus fines particulares. El experimento, en definitiva, ha salido mal: la democracia no militante produce rufianes. ¿Qué tal si probamos la militante?