A estas alturas ya todos hemos recibido el vídeo de Ruavieja. Ese anuncio de licor que muestra a varias parejas de amigos a los que se les pregunta cuán importante son el uno para el otro y con qué periodicidad se ven, para después calcular cuántos días van a estar juntos en lo que les queda de vida. Todos se quedan ojipláticos al comprobar que son muchos menos de los que habían pensado, aunque el problema real es que ni se lo habían planteado. Nadie lo hace. El (triste) resultado tiene en cuenta solo el mejor de los escenarios, ese en el que uno vive hasta la media española.
Ya tenemos edad para saber que la realidad puede ser mucho más cruda. Algunos adioses llegan sin previo aviso. Los del licor cuentan que mucha culpa es de las pantallas. No estoy de acuerdo: reivindico a ese Dios de la tecnología que me permite ver el jeto de los que viven allende los mares día sí, día también. No les huelo, pero algo es algo. No culpemos a las pantallas de nuestro pasotismo emocional.
El amor a la rutina y el no priorizar en el orden correcto nos apartan del cara a cara. La verdad es que nuestros malos planeamientos nos acercan a la procrastinación inútil, esa en la que ni siquiera descansas, en la que solo pierdes el tiempo como un gilipollas, pasando por la vida sin que la vida pase por ti.
Y es que vivimos como si fuéramos eternos, y no lo somos. Malgastamos las horas ensayando la vida, y el estreno se retrasa año tras año, década tras década ¿Cómo no vamos a vivir desconectados de nuestros mejores amigos si nos apartamos continuamente de nosotros mismos?
Muchos se revuelcan, día tras día, sobre la rueda de hámster. Cada semana es igual a la anterior. Ninguna novedad destacable entre los treinta y los cincuenta. No saquemos la cabeza del círculo vicioso, vaya a ser que nos dé por recapacitar y caigamos en que hace años que no nos ilusionamos con nada, que no nos reunimos con aquellos que nos pellizcan el alma. Mejor me quedo en mi jaula, que la conozco muy bien y no me da ninguna sorpresa, ni agradable ni desagradable. Adictos al aburrimiento. No grandes viajes, no grandes planes, no grandes amigos. La mediocridad y el conformismo como modo de vida.
Qué pánico tremendo me da mirar hacia atrás y descubrir que podía haber vivido más y mejor, que algo quedó pendiente, que solo puedo arrepentirme de lo que nunca hice. Estoy convencida de que, en algún momento, inevitablemente, el inventario final nos arrea en los morros.
Por eso soy de las majaras que recorre miles de kilómetros para encontrarme con los que adoro, porque esos momentos con ellos son los que le dan sentido a mi existencia, porque enredado en nuestras risas, en nuestras confesiones y en esa complicidad asalvajada, encuentro mi verdadero yo. La distancia no existe cuando en el otro extremo te esperan los fuegos artificiales.
Pero toda esa maravilla requiere de varios pasos previos. El más importante: tener la firme voluntad de ser feliz. El siguiente: identificar qué es eso que nos gusta más que nada. Y después, lo más complicado: tomar decisiones que nos lleven por el camino elegido. Decisiones, en muchos casos dolorosas, que desafían a la pereza, al miedo y a unas creencias que nos tatuaron incluso antes de nacer. La sinceridad con uno mismo es siempre la más jodida. Pero el tiempo pasa, y cada día que uno desperdicia sin querer, sin identificar y sin decidir es un día perdido, por mucho que no queramos contemplar la cuenta atrás sobre la que caminamos.
"Tenemos que vernos más", reza el anuncio viral. Patada a la rueda, a las excusas, a la vagancia vital. El día idóneo lo decretas tú. Hoy ya he agendado tres encuentros con amigos a los que se les ha saltado la lagrimilla con ese enlace que les envié. De algo sirve la publicidad.