Sea cual sea el resultado final de la cumbre de este fin de semana sobre el brexit, y admitiendo como muy improbable la hipótesis del veto, incluso en el sentido impropio en que se ha venido manejando, lo que parece evidente es que España se ha presentado a la cita con los deberes sobre Gibraltar sin hacer. Cuando en el tablero internacional te duermes en los laureles, corres el riesgo de que te roben el bocadillo y hasta la mochila completa. Es el resultado lógico de la secuencia política de los últimos tiempos: primero, un gobierno entregado durante dos años a la tarea prioritaria de prolongar su precaria supervivencia y a encajar los sapos y culebras que le llovían a diario desde su pasado; después, un gobierno aún más precario, forzado a hacer equilibrios inverosímiles sobre el alambre para no venirse abajo y desmoronarse de manera estrepitosa. Fácil se lo hemos puesto, con esa dirección y esa gobernanza, a quienes tenían intereses contrarios a los nuestros y la resolución de preservarlos.
Y ahora llega el día y la casa está sin barrer. Para decirlo todo, y si queremos ser justos, en este desairado trance hay que volver también la mirada y dirigir el escrutinio a los eurócratas bruselenses de la Comisión Europea, que se han permitido darle a este asunto sensible para España -y que les consta que lo es y no puede dejar de serlo-, el trato negligente y desconsiderado que no osarían, con toda seguridad, darle a una cuestión que suscitara sensibilidad análoga para Francia o Alemania. Lo que hay que preguntarse es si nos tratan así porque no pesamos lo suficiente, porque somos demasiado mansos o por las dos cosas al mismo tiempo, que sería el más negro de los escenarios.
Llama la atención también la arrogancia británica, que se permite desdeñar como irrelevantes los reparos de un miembro de pleno derecho del club del que por propia voluntad decide salirse, y para el que en adelante pasará a ser un extraño. Por la historia común y los intereses en juego se le ofrece una ruptura amable, pero deberían quienes pronto serán extracomunitarios olvidarse de exigir como cuando eran comunitarios, y más aún de contar con que, al solo arbitrio de su propia conveniencia, el club postergue o ignore a uno de los suyos. Y si por lo que sea no se olvidan, deberían ser sus interlocutores desde la directiva del club los que los sacaran de tan grueso malentendido.
Ahora le toca al presidente español, a deshora y en escorzo, reparar por la vía del remiendo o del parche lo que su gobierno y el anterior, con el inestimable concurso de la eurocracia que ha gestionado el acuerdo, no previnieron en tiempo y forma para que la contraparte no jugara a la lectura ventajista que hace hoy del texto pactado. Una lectura que lo barre todo para su casa, y que no se puede aceptar cuando son tantas las concesiones hechas al Reino Unido en este arreglo que después de todo viene a rescatarlo de su propio abismo, voluntariamente elegido. A quien pide un salvavidas, y se le facilita, no se le puede permitir que aspire a pasarle por encima a uno de los que viajan a bordo.