Andan los hondureños desde hace ya muchos días intentando penetrar en la tierra prometida –aunque a decir verdad nadie nunca les prometió nada- de todos los que no son hondureños, o guatemaltecos, o nicaragüenses, pero Trump no les deja entrar. Allí tiene el presidente de la gran potencia mundial a las fuerzas de seguridad evitando las 24 horas que invadan su territorio los criminales que han caminado los 3.487 kilómetros que separan San Pedro Sula de Tijuana para encontrar, por supuesto, una frontera infranqueable.
Su caminata era, y sigue siendo, una locura. Quizá una necesaria, abanderada por la urgencia y la virtud, imprescindible para ellos, pero una locura en todo caso. Ya la calificó así Mario Vargas Llosa, que alerta en su extraordinario artículo La marcha del hambre al respecto de la creciente, y absurda, paranoia contra el inmigrante.
Emigrar nunca es fácil. Resulta especialmente arduo para los que tienen la piel oscura y atraviesan primero un desierto, luego un Estrecho -o todo un mar- y llegan sin nada –o con deudas, la mayor parte de las veces-, a un lugar del que no saben más que lo que figura su imaginación. O para los centroamericanos que desertan de la miseria y la violencia del lugar en el que tuvieron la mala fortuna de nacer, buscando algo de prosperidad, un mínimo de seguridad. O para los migrantes a los que salvó un pesquero español, esos doce hombre que prefieren morir, así lo han dicho, a que los devuelvan a Libia, de donde huyeron. Para ellos, regresar al país del norte de África es lo mismo que retornar al infierno. Y de eso ya han tenido suficiente.
Hay veces que la vida sirve para tan poco que la muerte la supera en bondad y bienestar, y lo hace con rotundidad. Muchas veces, desafortunadamente, no tener nada y no sentir nada resulta más amable que la condena de cada día encerrado en una existencia miserable. Sin rendijas ni esperanzas.
El mundo está repleto de mártires sin nombre ni consideración alguna; muchos de ellos se sitúan estos días junto a la línea fronteriza que separa a Estados Unidos de México. Otros acaban sus días inútilmente, sin más premio que el de anegar la memoria de quienes los han querido, ahogándose en un mar que les negó la oportunidad de huir de sus penosas supervivencias.
Algunos con suerte logran cruzar esa frontera, alcanzar esa costa, para darse cuenta de que ahí no acaba nada, que ahí solo comienza el camino, pero conscientes de que eso es mucho mejor que seguir el que el destino les había preparado.
Son malos días en Tijuana, el lugar donde al sur solo hay caos y al norte una frontera ocupada por quienes tienen los papeles que les permiten ocuparla. Y son papeles, nada más.