Era junio pero llovía. La tarde que fui a Las Ventas me tomé un vino, me regalaron un décimo de lotería y estreché las manos rematadas de anillos de los ancianos taciturnos y estoicos de la plaza que contemplaban con respeto el tendío -me recordaban tanto a mi abuelo-. No era aficionada, nunca lo había sido. Asistí por entender el mundo y sus rituales atávicos. Asistí por probarme a mí misma, por explorarme en la contradicción. Me acompañó el periodista Chapu Apaolaza, portavoz de la Fundación Toro de Lidia, un hombre sensible, generoso y cultísimo al que cosí a preguntas chinchorreras de niña disidente.
Hablamos de provocación, memoria y censura; hablamos de rebeldías poéticas, de folclores oscuros y del baile hacia la muerte. Discutí, me empapé de ciertos conceptos y de su cruenta belleza, pero nunca pude, nunca, volver a mirar la frente del toro al remate de la faena. No podía soportar la puntilla dura contra su cabeza, al matador jaleando, la plaza en pie, y el animal boqueante rendido en la tierra, con lo que yo había admirado, cigarro en mano y en fúnebre silencio, su antigua y negra bravura.
Ese cuchillo corto, lo observo, no se quedó en la plaza. Hay un nervio patrio que se alimenta de la ruina ajena: ahí los españolitos celebrando la caída de los otros, pasándose sus cráneos muertos con aires de verbena. Lo volví a vivir esta semana, cuando Lecturas publicó las fotos de la ruptura de Alfred y Amaia. Esa expectación, esa extraña alegría por el dolor ajeno. Pensé en el reportero que acechaba el momento, frotándose las manos y sintiendo cómo su billetera crecía cada vez que el músico lloraba, cada vez que suplicaba, cada vez que masticaba su decepción, como hemos hecho tantos alguna vez, como hemos hecho todos. Me dio asco ese deleite carroñero.
Pensé también en el fracaso del primer amor del fotógrafo de marras: ¿le habría reconfortado que medio país le viera moquear de pena? Pensé en todos esos imbéciles que hacían bromas en Twitter sobre las imágenes: habría que verlos a ellos cuando cargaban el órgano latente tiritando. Habrá que verlos la próxima vez que les pase. Seguro que ya no ríen tanto.
Si esta sociedad es la cuna del cotilleo, de la envidia y del espionaje al vecino es porque somos una pandilla de parias frustrados que se siente satisfecha cuando entiende que el otro también padece. Lo decía el sensacional -sin ironías- Kiko Matamoros en entrevista a este periódico: nos pone cachondos la tragedia. “Antes de Sálvame fue Sófocles, Eurípides y Esquilo, y Shakespeare y García Lorca”.
Al pueblo le divierte saber que “a los hijos de los dioses les va mucho peor que a ellos”. Qué paz, qué oxígeno, qué buen dormir después de asumir que los exitosos, los públicos, los guapos y los ricos son, al menos, tan infelices como los mediocres, los anónimos, los feos y los precarios. No hay Moraleja ni Mercedes que valgan en ese juego del azar que es la perra vida. Si venden su intimidad, nos los comemos -porque no basta la historia, hay que saborear la carne fresca, hay que hundir al náufrago-. Y si no, pues también, aunque no estemos legitimados.
Qué contentos, gracias a esto, los desgraciados. Si miran bien, verán que van siempre con la puntilla en la mano, prestos a dejar al bovino humano boqueante, tendido en la plaza, mientras la concurrencia se limpia la baba. Oooooolé.