Es curioso como los humanos necesitamos confirmación empírica hasta de lo más evidente. En mi caso, compruebo día sí, día también, cómo a menos horas de sueño, peor alimentación y más nervios, mi cuerpo se retuerce entre las anginas, el dolor de estómago y las contracturas tamaño pelota de tenis. A pesar de todas esas señales, sigo trabajando hasta las tantas, desayunando cruasanes y poniéndome del hígado por mil problemas que, pasados tres días, se me antojan una gilipollez supina.
Pero hasta aquí hemos llegado.
El domingo me enviaron un vídeo que ha supuesto un antes y un después en mi vida de tía desquiciada. Elizabeth Blackburn, Premio Nobel de Medicina en 2009, aparece en una de esas charlas TED que me encantan y que creo a pies juntillas porque si hablas ahí es porque eres inmensamente listo.
Resumo mucho lo que nos dice esta mujer: los telómeros son unas fundas que protegen los extremos de los cromosomas, como los plásticos en los cordones de los zapatos. Cuanto más largo es el telómero, más veces y mejor se divide una célula para reproducirse. Cuando el telómero se acorta, el proceso de envejecimiento se acelera, porque la célula no se multiplica como es debido. Se ha demostrado que, entre otros factores, el estrés crónico acorta nuestras fundas protectoras. Lo descubrieron observando, durante varios años, a mujeres con hijos que sufrían enfermedades crónicas. La edad no parecía influir en el tamaño de su telómero, pero sí el tiempo que llevaban haciendo de cuidadoras durante veinticuatro horas al día. Qué pasaba con los padres de esos niños, y por qué no forman parte del informe, es tan curioso como triste, pero esa será otra columna.
Dentro de esa muestra de féminas, había algunas que mostraban datos contradictorios, sus telómeros estaban la mar de largos y estupendos, ¿por qué? Porque meditaban unos pocos minutos al día.
A partir de la charla de la Blackburn, he comenzado una investigación sobre el telómero y he encontrado lo que ya intuía: el estrés, la alimentación, el descanso y la calidad de tus relaciones sociales, son cuestiones decisivas para el estado de tus telómeros, o sea, de tu cuerpo, o sea, de tu persona. Los genes importan, pero los hábitos son los que hacen la diferencia. No puedes modificar tus genes, pero sí cómo estos se comportan.
Te arrugas más, te salen más canas y enfermas más si vas como vaca sin cencerro por la vida, independientemente de que tu abuela tuviera una piel de porcelana y estuviera como una rosa hasta los noventa y cinco. Solo tenemos que salir a la calle y ver las caras de mujeres de treinta que, a base de tabaco, café y cargas domésticas inhumanas, aparentan cincuenta. Lo único que consiguen esos datos científicos es confirmar que el estrés mata, lenta o rápidamente, y fijar en nuestro cerebro la imagen de un cordón cromosómico que se deshilacha asquerosamente con cada ataque de ansiedad, con cada noche en vela, con cada cabreo en la oficina.
Los datos son claros: los países con la esperanza de vida más elevada son aquellos en los que sus habitantes nonagenarios declaran ser felices. Esta obviedad sería el principio de un largo debate: ¿qué es la felicidad?, ¿podemos decidir ser felices a pesar de circunstancias adversas?, ¿estamos dispuestos a saltar de la rueda de hámster para plantearnos si vivimos como queremos? El dinero no da la felicidad, ¿pero ayuda?
La felicidad es un difícil camino construido a base de decisiones. La buena noticia es que todo depende de nosotros, el buen estado de nuestro sistema inmunitario también. La mala, que todo depende de nosotros.
En un tiempo en el que se premia la hiperactividad, donde el dormir poco y el trabajar mucho son causa de admiración y donde se denomina Superwoman a las mujeres que llegan a todo a cualquier precio, hay que quererse mucho para echar el freno, pensar en uno mismo y mimar nuestros telómeros.
Yo, de momento, hoy me he echado una siesta y mañana empiezo a meditar. Ya os cuento.