Cuando era niña no entendía a la gente que detestaba las Navidades. Aquellos que durante los días de fiesta caminaban por las calles con el ceño fruncido y una expresión de desencanto se me antojaban los trasuntos del señor Scrooge, el viejo avaro incapaz de apreciar las cosas sencillas que componen estos días. Tuve que hacerme mayor para entender que hay personas que en estos días tienen motivos para no estar contentas, pues en Navidad el peso de su mala suerte cobra una densidad mayor.
Recuerdo las primeras Navidades sin mi madre, y cómo pasé las fiestas sintiendo que el agujero negro de su ausencia era más grande y más profundo, porque lo multiplicaba el recuerdo estas fiestas con ella. La Navidad me sigue gustando, pero soy más comprensiva con aquellos que aseguran que querrían meterse en la cama con el primer cántico de los niños de san Ildefonso, y despertar de un sueño prolongado en la tarde del 6 de enero, cuando ya toca recoger los envoltorios de los regalos y alguien anda por la casa insistiendo en que nos acabemos el último trozo de turrón.
La vida, que nos quita y nos da, se hace más patente en estos días de familia, amigos, regalos y largas sobremesas. Las fiestas aumentan las alegrías, pero también subrayan las tristezas. Recordamos con especial intensidad los motivos que tenemos para sentirnos afortunados, pero también todo aquello que nos hemos ido dejando por el camino o que nos ha sido arrebatado.
Y hoy, que es Nochebuena, pienso en los que me faltan. Pienso en mi madre, pienso en la abuela Blanca, pienso en mis tías Marina y Cristina, con quienes -ya ancianas las dos- almorzaba el día 24 para escucharles desgranar el rosario de penas que decoraban sus Navidades en ausencia del árbol con bombillas. Y esta Navidad, además, recordaré a mi amigo Cánquel, que se fue por sorpresa en una mañana aciaga, y que todas las tardes de Nochebuena me llamaba para desearme unas felices fiestas.
Quienes tenemos la suerte de haber vivido rodeados de personas extraordinarias pagamos finalmente el peaje de añorarlas cuando las perdemos. Es, supongo, el castigo de la fortuna, la burla del destino. Por eso, cuando esta mañana o esta tarde os crucéis por la calle con alguien que os parece triste, intentad dar un voto de confianza a su amargura. Quizá no sea justo pedirle que hoy esté contento, quizá esté haciendo un esfuerzo sobrehumano por tragarse las lágrimas.
Feliz Nochebuena a todos.