No es el desesperado intento de recuperar la infancia, ni los regalos, ni las luces en las calles, ni el árbol, ni los adornos, ni las comidas, ni la nostalgia de los días pasados o el recuerdo de los que ya no están. Para mí la Navidad no es eso, o no sólo eso.
Año tras año intento anclarme en la imagen de una gruta a las afueras de Belén y en el milagro de un niño que yace en un pesebre. Y aunque me cueste, eso es más fácil y más real que perderme entre el espumillón y las expectativas frustradas, los excesos y la mala conciencia y la desagradable sensación de que, guardadas las guirnaldas, y embalados los pastores, y tras una ojeada de soslayo a mi extracto bancario, nada de todo eso haya tenido sentido, otra vez.
Así que doy gracias porque no tengo que inventar una Navidad sin Dios, ni soportar una alegría en la que no crea, ni justificarme con solsticios de invierno, saturnalias u otras fiestas paganas, para participar en lo que a muchos la sociedad impone, porque yo no sé si así, a pelo y sin motivo, lo soportaría.
Por suerte, creer en España no supone, en los últimos 80 años, y por ahora, más riesgo que hacerte sospechoso al opinar sobre derechos o libertades, porque para la progresía, tu fe te contamina (¿y no es el laicismo, de hecho ya una religión). O te convierte en raro para los que consumen, acríticamente, toda la farfolla nihilista de según qué medios y de según qué redes. Como si creer fuese algo estático, una etiqueta, no el sentimiento más íntimo con el que uno convive o no, a lo largo de su vida. Pero qué importante es hacerlo en libertad. Porque no siempre es así.
La madrugada del día de Navidad, poco después de la Misa del Gallo, la iglesia de Sainte Trinité des Castors, en Bangui (República Centroafricana) ardía por los cuatro costados. Al día siguiente sólo quedaban los restos calcinados de parte de sus paredes. Ni techumbre, ni bancos, ni imágenes… nada. Un nuevo ataque yihadista. En los últimos ocho meses, cinco sacerdotes han sido asesinados en este país y sólo en la provincia de Bangui. Suma y sigue.
En muchos países, la libertad religiosa no es un derecho abstracto, es una cuestión de supervivencia. La línea que separa la vida de la muerte, la libertad de la cárcel, la prosperidad de la pobreza. Por pertenecer a la religión equivocada, cada año son asesinadas en el mundo un incalculable número de personas, en ataques terroristas o por la violencia institucionalizada. Otras son privadas de libertad, en ocasiones de por vida. Algunas simplemente desaparecen, se ven privadas de sus derechos más elementales o deben aceptar ser ciudadanos de segunda.
El cristianismo es la religión más perseguida, pero no la única. En países como Arabia Saudí, Corea del Norte o Eritrea es imposible que el estado de la libertad religiosa pueda empeorar, porque ni un resquicio se contempla. Sorprendentemente, según el último informe de Ayuda a la Iglesia Necesitada (2016/2018) los índices de libertad religiosa sólo han mejorado en dos países: Irak y Siria, y sólo porque la derrota parcial del Daesh en la región, les ha bajado del primer puesto que ostentaban en 2016.
Este estudio revela también cómo en los últimos años se han incrementado los ataques a la libertad religiosa por parte de regímenes autoritarios cuyo carácter ultranacionalista les hace especialmente hostiles a las minorías religiosas. Rusia, Irán, China, Turquía, Kazajistán, Tayikistán, Birmania, India, son los ejemplos más evidentes. En este último país, la situación de persecución religiosa se ha recrudecido últimamente -en particular contra cristianos y musulmanes- en nombre de un hinduismo con tintes nacionalistas. Lo mismo en China por razones políticas. En cuanto a Birmania, su régimen nacionalista budista, actúa desde 2017 con violencia inusitada contra la minoría musulmana rohingya.
La situación en África no es mejor. El avance del fundamentalismo islámico, patrocinado por las potencias del Golfo, ha convertido a países como Nigeria, Somalia o República Centroafricana en un escenario de terror para las minorías religiosas, muy especialmente para los cristianos.
¿Y en Europa? Según qué medios y gobiernos, pretenden distraer la atención sobre el carácter de los ataques yihadistas, sin ser conscientes de que no abordar el problema deteriora la convivencia y la confianza mutua mucho más que ocultar la realidad.
En cualquier caso, el informe al que aludo, habla del “muro de indiferencia” con el que en Occidente se oculta a sí mismo, por irrelevante, el sufrimiento y la vulnerabilidad de las minorías perseguidas por su fe. La ignorancia y la apatía, han adormecido la conciencia de unos países excepcionalmente sensibles, sin embargo, si se trata de derechos de género o raza.
En su palacio de corcho Herodes ya ha dado la orden de la matanza de inocentes que se conmemorará mañana, pero no va a ser la última. Y mis Reyes de barro seguirán avanzando por el desierto, cruzando ríos de celofán azul, desde el lacerado Oriente, hasta el portal en el que hacen guardia un buey y una mula desorejada.