Parece a estas alturas bastante claro que el Partido Popular va a llegar al poder en Andalucía con el apoyo de un partido que lleva en su programa propuestas contrarias a la Constitución y otras que, no siendo en principio inconstitucionales, supondrían el desmontaje de algunos consensos relevantes en los que los propios populares han participado en los últimos lustros.
También el PSOE, recordemos, alcanzó la Moncloa con los votos de fuerzas políticas cuyo programa implica, de otro modo, revertir mandatos constitucionales y desbaratar algunos de los consensos que los socialistas contribuyeron a construir. No hay en ello —ni en un caso ni en el otro, si hemos de aplicar a todos igual rasero— nada ilegítimo o que merezca reproche a priori. Quienes se rasgaron las vestiduras por lo uno o se las rasgan por lo otro ignoran la condición de españoles y andaluces de aquellos que han votado por las fuerzas políticas discrepantes del consenso constitucional hasta hoy vigente, y el derecho que tienen a participar de la formación de la voluntad general.
Siendo indiscutible la legitimidad, lo que sí puede objetarse, por igual en uno y otro caso, es la oportunidad o el acierto de recurrir como sostén de un gobierno a quienes desean deshacer el consenso sobre el que hemos edificado la convivencia y también el reconocimiento de derechos a las personas, que al menos para algunos entre nosotros van antes que los pueblos, las ideas y las esencias. Será tanto menos oportuno y acertado cuanto más se permita a quienes así dan su apoyo cobrárselo en medidas que aumenten el disenso social en lugar de ayudar a reducirlo; que dividan a españoles y andaluces más de lo que ya lo están.
A corto plazo, puede dar réditos electorales y hasta servir para la catarsis de los correligionarios poner todo el acento en las diferencias y prometer como eje programático que se les va a dar su merecido a los adversarios políticos, devaluando cuanto para ellos es valioso y afirmando, en su lugar, los propios valores como imperativos y preponderantes; y al disidente que se pique, se le da jarabe de 155 o de república —tanto monta— y que se jorobe y aprenda. A largo plazo, y con la vista puesta en afrontar los riesgos y aprovechar las oportunidades comunes de la mejor manera posible, esta dinámica es, simplemente, suicida.
Si incorporar a la formación de las decisiones de gobierno a aquellos que representan opciones radicales y disolventes de los valores compartidos o del edificio común equivale a dejarles marcar el paso que hemos de seguir el resto, sólo agravaremos el desastre en el que vivimos instalados con una resignación que ya se parece a una fea costumbre. Si sirve para que en contacto con la realidad de la gobernanza de una comunidad compleja atemperen sus ardores —y en el caso de los que han vulnerado la legalidad, que son los que son, desistan de perseverar por esa vía—, para aceptar la construcción de un consenso revisado que tenga en cuenta el descontento que unos y otros representan, pero nunca podrá ponerse a su servicio, bienvenidos sean.