Comenzaba el mes Uno de la Era Sanchista cuando un viejo ex dirigente del PSOE me dijo algo que resultaría profético: “Pedro Sánchez va a pasar fuera de España todo el tiempo que pueda. Aceptará cualquier invitación para visitar otro país, aprovechará la menor oportunidad para hacer un viaje de Estado”.
Me sorprendió, pues lo último que necesita un gobierno debilitado en constante examen es a un presidente ausente, así que le pregunté por qué decía eso. “Porque Sánchez, en su fuero interno, se sabe un fraude, y necesita sentir el peso del poder. Y cuando más se nota eso es en una visita al extranjero”.
Recordé las palabras del antiguo socialista cuando Sánchez empezó a moverse por los cuatro puntos cardinales. Su foto en Times Square rodeado de guardaespaldas era la mejor metáfora de la predicción de mi amigo, compitiendo quizá con la ya famosa de las gafas de sol para leer papeles a bordo del Falcon.
El verano pasado, Pedro Sánchez se fue a un concierto con su mujer, y se pidió el avión oficial. Cuando la oposición quiso saber el coste del traslado, se empecinó en ocultarlo, y al final dijo que el asunto había salido por menos de trescientos euros, que es como llamar gilipollas a todos: a los que preguntan, a los que esperan respuesta y a los que quieren saber.
No se entiende la resistencia numantina a admitir que los caprichos cuestan dinero. Mucho dinero. Que cuando se mueve un avión para bailar al ritmo de los Killer hay que pagar el combustible, el aeropuerto y los coros y danzas. Y que pretender ocultar esos gastos es una maña de reyezuelo impropia de un político responsable.
Pedro lleva sólo unos meses en el poder, y ya ha acumulado millas como para dar la vuelta al mundo un par de veces y lanzado queroseno a tope. Alguien debería decirle a Sánchez que hay otras formas de viajar, desde la línea regular de cualquier compañía hasta el honrado transporte por carretera. Estaría bien que el presidente cogiese el tren de vez en cuando. Por ejemplo, cuando vaya a Extremadura, para que se entere de lo que vale un peine. Pero no caerá esa breva.
En sus meses de mandato, Sánchez ha desarrollado una querencia por los aviones que sólo se explica desde esa necesidad de gozar de los atributos del poder. Para él hay dos formas de sentirse presidente del Gobierno: una, decir que lo es veintitantas veces en el transcurso de una entrevista en prime time; otra, subir al Falcon a la familia, perro incluido, e instalarse en un palacio que fue regalo de un rey. Para Sánchez, la presidencia es el remedo del “viva el lujo y quien lo trujo”. Estaremos atentos al próximo viaje. Por trescientos euros, vale la pena aprovechar la oferta.