Sería interesante saber cuántos de quienes hoy en España se dicen de izquierdas estarían dispuestos a sostener, pongamos por caso, que las sacas de Paracuellos o los linchamientos previo simulacro de juicio llevados a cabo por las milicias anarquistas en la Barcelona revolucionaria fueron acciones justificadas, y sus autores, personalidades dignas de recuerdo y homenaje. No faltará quien lo haga —como decía aquel celebrado torero, hay gente para todo—, pero cabe afirmar que en todo caso no pasan de ser una minoría y, lo que es más significativo, están muy lejos de representar la tendencia dominante. La mayoría de quienes hoy nos consideramos de izquierdas en España repudiamos esos hechos, como los actos de infamia que fueron, y rechazamos a sus instigadores y ejecutores, sin tibieza y sin tapujos, como personajes nefastos de nuestra Historia, cuya herencia no puede reivindicarse sin poner en riesgo nuestra convivencia.
Sería de esperar, en una democracia consolidada, regida por una constitución que proclama el Estado de derecho, que esa fuera la tónica en cualquier fracción del espectro político. Sin embargo, a lo largo de estos cuarenta años de régimen constitucional, se ha observado en la derecha española una notable resistencia a tomar esa distancia respecto de cierto personaje, antaño habitante de El Pardo y hoy inquilino de un significado sepulcro en el Valle de los Caídos, a quien puede imputársele en igual medida la aniquilación física de sus compatriotas, al margen de cualquier atisbo de humanidad y sin otro ropaje de ley que unas normas penales retroactivas y ad hoc aplicadas en unos procesos sistemáticamente amañados y sin garantías. Si alguien quiere saber hasta qué punto, no tiene más que ir a uno de los archivos donde se guardan sus autos y examinarlos.
Que esta resistencia, lejos de ser residual, mostrara una presencia significativa y persistente, y aun llegara a pesar en el discurso de sus líderes, ha sido, quizá, la gran anomalía de la derecha democrática española; el lastre que ha dificultado su plena homologación con el resto de las derechas europeas, que marcaron distancia clara e inequívoca de las ideas y los modos que dio en encarnar, en España, el fantasma de El Pardo.
Quizá lo peor del auge de la nueva derecha rampante es que, entre otros espectros apolillados y deplorables, ha venido a reavivar la justificación, el aprecio y hasta el enaltecimiento de la trayectoria de quienes se permitieron tomar como rehenes a sus conciudadanos por las armas durante cuatro décadas, con su caudillo y verdugo mayor a la cabeza. Quienes en lugar de desasirse de ese legado ominoso permiten que se reivindique, y que su inspiración y su espíritu vuelvan al primer plano, quizá no son conscientes del daño inmenso que le están haciendo a la construcción de una derecha moderna y capaz de conformar el país en el que, nos guste o no, tenemos que convivir todos.
Ojalá reflexionen, antes de que se les vaya de las manos.