En los últimos días de 2018 tuve ilusión por la llegada del nuevo año. No entendía muy bien por qué. Mi pico productivo siempre se produce en la última semana, llego caliente al final, por lo que el 1 de enero me pilla desfondado y no considero que se haya producido ningún cambio hasta, más o menos, marzo.
Algunas veces esperé a abril, otras me pilló celebrando el día de Andalucía. Les cojo un cariño sobrenatural a los años justo cuando van a terminar, es irremediable no abrazarse más fuerte en los finales. Supongo que me retrata bien: nunca quise más a una antigua novia que viéndola irse Gondomar abajo, cargada con un saco de horas malgastadas conmigo, igual que yo ahora por culpa de la distribución del calendario.
Con el 2019 sentía un sospechoso optimismo. Tenía proyectos, hambre, empecé a ver las cosas con un poco de perspectiva. Pensaba coger al tiempo por las solapas y gritarle cuatro cosas, echarle en cara las horas desperdiciadas, empezar a cobrárselas desde el primer día. Zarandeaba a mis amigos mostrándoles la lista de propósitos, existían planes, había tenido conversaciones serias muy pronto, en un folio alguien escribió la palabra “hipoteca” y no vomité: iba en serio.
La intención era sorprender al año en el que cumplo 30 antes de que me sorprendiera a mí, pero el plan falló a los 15 días por donde menos esperaba: me fulminó un ataque de lumbago justo cuando el tren llegó a Atocha. La realidad siempre se anticipa.
No pude levantarme de mi asiento y eso me permitió quedar a los ojos de los demás como un ser extremadamente civilizado que espera sentado hasta el final del trayecto. La gente pasaba y cuchicheaba señalándome, era el rarito sin ansiedad por alcanzar la maleta.
En mi cuerpo, mientras tanto, se producía la aventura de la edad. Hervía la pierna derecha con un horrible hormigueo y me sentía atrapado, pero mi cara mantenía una pose soberbia que consideré muy oportuna, “esto es torero”, pensé, mientras echaba un vistazo por la ventanilla con cara de asco.
Cuando me quedé solo quise incorporarme. En el tren quedaba la última azafata revisando los vagones. Se asomó al mío mientras yo luchaba por escalar la vida desde la altura de la butaca, agarrado al aire. Debió sobrecogerse al verme en pie: la espalda arrugada, la cintura partida y las piernas muy juntas, sin saber dónde poner los brazos, aleteaba. Nos quedó un inicio alternativo muy conseguido de Odisea en el espacio.
La mujer salió sin decir nada. Pensé que volvería con un guarda jurado o directamente la Policía, pero abandoné el convoy sin más interferencias que las físicas y di los primeros pasos en Madrid con 2019 agarrándome por el cuello.
Al día siguiente acudí arrastrándome a la farmacia como acuden los treintañeros a los sitios, no los de Malasaña, sino los normales, muy responsabilizado por la situación. Me pasaba algo, buscaba ayuda en otros, así, en un bucle de madurez.
En un paso de cebra cambió mi forma de ver el mundo. Cruzaron a la vez un chiquillo escuchando música y una anciana completamente doblada y me sentí más cerca de la señora que del niño, al que habría abrochado mejor la sudadera, bajado el volumen y peinado en condiciones. Qué drama: era más un hijo que un colega. Luego, me pesé y entonces lo comprendí todo: ocho meses antes de la fecha ya me he convertido en eso que la televisión llama "hombre de treinta años".