Antes de hincarle el diente a Sérotonine, la última novela de Michel Houellebecq, me encuentro por las redes con la crítica demoledora de dos lectores a los que respeto como tales, además de admirar como escritores: Jorge Carrión y Ramón Buenaventura. El primero dice haberlo abandonado en la página 106 y no tener intención de terminarlo. El segundo, que el libro es una sucesión de trucos baratos. No son los mejores augurios para afrontar la lectura, pero lo hago. El autor, pese a manejar a la vez tantas ideas que resultan repelentes, se lo ha ganado a pulso con sus libros anteriores, en los que ha demostrado su destreza en el arte de perturbar —deber del escritor que va antes que el de agradar al lector, según Nabokov—, su pericia como narrador —incluso en los peliagudos territorios del género policial, como en la segunda parte de La carte et le térritoire— y el instinto para alzar metáforas a la vez terminantes y visionarias de nuestro tiempo —como en el título fundacional de su corpus novelesco, Extension du domaine de la lutte—. Si a ello se le suma la prosa natural y sencilla, pero a la vez persuasiva e impregnada de una poesía tan sutil como persistente, son muchos los argumentos que lo elevan por encima del común de los escritores.
Se le reprocha machismo, misoginia, racismo, frivolidad. Y sí, una vez leído el libro, de todo hay en su anodino y mustio protagonista, un ingeniero agrónomo dependiente del Captorix —un antidepresivo de última generación— que recorre en su Mercedes G 350 —diésel, para más fastidiar— zonas rurales de Francia mientras levanta acta de sus fracasos sentimentales y de la decadencia de su país, léase de Europa Occidental.
Y sin embargo, y sin pretender rebatir a los dos lectores arriba citados, que además son reputados críticos —yo sólo soy alguien que escribe y lee novelas—, me siento, una vez más, en la necesidad de defender el valor de la escritura de Houellebecq. Quizá porque su machismo y su racismo, de tintes repugnantes, no se expone jamás como una virtud o un programa —como lo hacen los que llevan esas ideas a la contienda electoral—, sino como el marco mental irreparable de un individuo fracasado e inadaptado a su tiempo, dentro de una sociedad fallida que se desmorona. Quizá porque su frivolidad, que le lleva a elogiar a Franco como precursor de la terciarización de la economía, por su fomento de los paradores y el turismo, no la leo sino como un feroz sarcasmo para dejar en evidencia a la clase dirigente de una Europa que ve perder pie a su agricultura y su industria y que, sin poder competir en la economía digital con Norteamérica o con China, queda reducida a esa solución banal utilizada por un rudimentario dictador de mediados del siglo pasado.
Y quizá, en fin, porque en esta que no es su mejor novela, y que leo como un apunte libérrimo, casi íntimo, y felizmente sin pretensiones, no deja de despachar esas metáforas tan simples y a la vez tan devastadoras, como la descripción del antidepresivo, que vale para todas las naderías con que nuestro tiempo nos ofrece llenar los días: "No proporciona ninguna forma de felicidad, ni siquiera de verdadero alivio, su acción es de otro orden: transformando la vida en una sucesión de formalidades, permite dar gato por liebre". Ahí estamos, en tantas cosas, y Houellebecq tiene el mérito de verlo y saber decirlo en pocas palabras.