El lastre de Podemos han sido esos regímenes que sus dirigentes apoyan; empezando, claro, por el de Venezuela: un país al que han contribuido activamente a hundir, y al que siguen empujando hacia abajo en estos momentos críticos. Esos regímenes han arrojado su sombra vieja sobre lo que ellos llamaban “nueva política”: una novedad quizá entre nosotros, pero con un fracaso contrastado en todos los sitios (y las épocas) en que se probó. El lastre de Podemos es que, no habiendo gobernado, se conocen de sobra los efectos que tendría su gobierno.
Íñigo Errejón, que es el listo, ha borrado ahora sus tuits de apoyo a la tiranía de Maduro. Hace nada hablaba de las tres comidas al día de los venezolanos. Debe de ser el listo por lo rápido que ha aprendido la lección. Es cierto que después de casi todo el mundo, y muchísimo después que los sufridos venezolanos. Pero en comparación con los que le rodean es el listo. También como listo es el primero de Podemos que, con respecto al “régimen del 78”, empieza a llegar poco a poco, con enormísimo esfuerzo intelectual y tras un tortuoso proceso interior, desgarrador sin duda, a unas conclusiones parecidas a las que el españolito medio llegó hace cuarenta años sin despeinarse.
Esos tuits maduristas, ha debido de pensar Errejón, eran un lastre para él. Como también lo eran Pablo Iglesias y (técnicamente) Podemos. Ramón Espinar es el último que se ha marchado. Antes lo hicieron muchos otros. La idea que va cundiendo es que Podemos es el gran lastre de Podemos. Cabría la esperanza de que, con la marcha de todos, Podemos se convirtiese en un partido puro: en el partido perfecto. Quizá entonces me animaba yo a votarlo. Pero hay dos que no se irán: Pablo Iglesias e Irene Montero. Tienen que pagarse un chalet y dependen de Podemos para pagarlo.
Me obsesiona Pablo Iglesias, la situación en que ha quedado. Oigo a Íñigo Errejón y a Carolina Bescansa hablar con ilusión del Podemos de antes, del Podemos del principio. De sus palabras se deduce que el que se lo ha cargado ha sido Iglesias. Empieza a transparentarse el pensamiento de que la única reactivación que tendría Podemos (aunque fuese sin su nombre) pasaría por depositar todos sus males en Iglesias –unos males que se deben a Iglesias solo en parte; en su mayor parte se deben al roce con la realidad– y eliminarlo. Entonces advendría la purificación. Sería un proceso sacrificial de libro (de libro de René Girard, concretamente, que tan bien ha estudiado entre nosotros el filósofo Juan Antonio Horrach).
Produce un cierto escalofrío constatar que Iglesias se ha ido cargando (él solito, podríamos decir) con todos los atributos del chivo expiatorio: su liderazgo unipersonal, los agraviados que ha dejado por el camino, su arrogancia de macho alfa (con sus parejas aupadas o defenestradas según su relación sentimental con ellas), el error de su mansión, incluso su repliegue por la baja de paternidad... Aislado ahora como un personaje de Shakespeare, casi está convocando al cuchillo.
Al cuchillo simbólico, no físico afortunadamente. Porque esta es otra que le deben los podemitas a su denostado “régimen del 78”: todo esto acabará sin muertos. No como en las épocas (y los sitios) que les gustan.