En la crisis venezolana hay unas cuantas certezas, y nunca está de más enumerarlas. Primera: Nicolás Maduro es un tirano que se mantiene en el poder a través del crimen, la destrucción de las instituciones y la miseria en la que ha sumido a su pueblo. Segunda: la obligación moral de todos los que, por un puro accidente de nacimiento, tenemos la fortuna de no sufrir esa tiranía es apoyar a quienes sí lo hacen. Tercera: por ahora, la actitud del gobierno español no parece fruto de la prudencia sino de una mezcla de cobardía y desidia: a ver si en ocho días este jaleo se ha resuelto solo y nos evitamos tener que tomar una decisión complicada. Cuarta: infinitamente peor es la actitud de quienes todavía defienden el régimen chavista y llaman golpe de Estado a la proclamación de Guaidó, cuando esta tiene base legal y Maduro, por el contrario, lleva años instalado en el autogolpe y en la persecución a los opositores.
Más allá de este manojo de certezas, sin embarg o, se abre un páramo de duda y fragilidad. Aunque sea imperativo apoyar a los venezolanos que intentan librarse del tirano, hay razones para temer que su confianza en los mejores ángeles del Ejército y en la presión internacional se vea defraudada. Enfrente tienen al protagonista de tantas pesadillas de la modernidad: un Estado capturado por una banda criminal. Un Leviatán vuelto contra aquellos a quienes debía proteger. Esto por no hablar de sus apoyos: las mafias, la dictadura cubana, la tiranía de Putin, la teocracia iraní. Difícil luchar contra esa densidad de recursos y falta de escrúpulos. Recordemos Siria. Recordemos lo fácil que ha sido para Rusia bloquear durante años todo el sistema de gobernanza internacional con el fin de mantener a Assad en el poder. Recordemos la incapacidad de los demás países para frenar a un tirano que mata a su pueblo con bombas y armas químicas. Se trata de un caso extremo, pero eso es precisamente lo que lleva a preguntarse por qué íbamos a ser más eficaces -más humanos- ahora.
La política internacional se empeña en recordarnos lo desnudo que puede encontrarse un individuo ante al poder. Vivimos confiados en la protección que ofrece esa tupida malla de leyes, garantías y contrapesos que hemos ido tejiendo alrededor de cada uno de nuestros cuerpos. Pero qué frágil se vuelve esa malla ante alguien con la suficiente tenacidad y falta de escrúpulos. Por eso, lo único que nos queda es mantenernos en guardia contra aquellos que intenten debilitarla. Y apoyar quienes la perdieron hace tiempo.